Crítica de la novela de Miguel Delibes: EL HEREJE.(por Luis Fernández- Castañeda, profesor del IES Octavio Paz, Leganés(Madrid)
Al final del año pasado aparecía en las librerías una nueva novela de Miguel Delibes, y ha sido una pena que no se haya podido publicar un poco antes, en plena efervescencia de efemérides históricas. 1998 ha celebrado tanto la figura de Felipe II, como el 'desastre' (¿para quién?) del 98 de muchas maneras, desde libros de historia hasta debates televisivos, pasando por artículos periodísticos, exposiciones y novelas. Por desgracia, el tema no daba para fabricar unos preciosos pin con la efigie del monarca, ni para sacar un CD con las últimas canciones de Cuba o Filipinas. También se han quedado en el cajón de sastre las camisetas con el escudo de los Austrias o el mapa de la isla caribeña, e incluso se ha hecho mutis a los mantones de Manila, y nadie ha hablado de alguna oferta de ron o tabaco cubano o, puestos así, de aquellos puros filipinos tan suaves y dulzones (Santa Isabela), tan inconfundibles como el tabaco de Vuelta Abajo. Esto no quiere decir que no haya habido movimiento, pero hemos echado de menos nombres españoles. Parece que para saber algo de verdad de Felipe II hay que tener un apellido sajón, y nos resistimos a creer que sea así, pero entonces, ¿es que éstos venden más? Y que conste que soy un entusiasta de Elliot, de Kamen y de Parker, por no hablar de otros como Brenan, Preston o Hugh Tomas. El caso es que a pesar de la calidad de los participantes en estos fastos, por desgracia no hemos salido de los dilemas y tópicos habituales: que qué desastroso fue el desastre, que si Felipe II fue un rey bueno o malo o un rey de su tiempo -aunque parece que esto último es lo que más fuertemente ha impregnado la conciencia mediática- Felipe II, pues, fue un rey de su tiempo. Lo que esto quiere decir ya es harina de otro costal. Entonces llega la novela de Delibes, un narrador de raza, un novelista experimentadísimo, curtido por los años y los trabajos publicados, alguien en quien se puede confiar nuestra gana de leer, porque no nos defraudará. Lo que da Delibes, es de ley. Cierto que, como cazador, parece que este hombre siempre habla de lo mismo en todos sus libros: el campo, las perdices, las escopetas, los perros, su Valladolid o su Castilla, las cosechas, las ovejas, la lana, los caminos, las trochas, los enseres más tradicionales, las palabras más específicas y exactas para cosas que los urbanitas de hoy ignoramos por completo...pero debajo de esa dura piel con que forra sus novelas, sorprende la libertad de pensamiento de que hace gala. EL HEREJE es un buen antídoto contra los fastos imperiales que hemos vivido. La idea que muchos tenemos de la España del siglo XVI, de la España de los Austrias, y sobre todo de la de este rey, se nos confirma, digan lo que digan: fue una nación cutre, cerrada, colonizada mentalmente por la Iglesia, fanática y reprimida. Y gracias a Felipe II lo fue mucho más. La narración de Delibes nos introduce mágicamente en el ambiente que se respiraba en esa época. Esta es una de las ventajas insuperables que tiene la novela histórica sobre cualquier manual, y más aún si el tema se domina como lo hace este escritor. Delibes nos sitúa en aquel período del siglo XVI en el que se da el giro definitivo a la ortodoxia, el momento en que aún no estaba todo decidido, pero se va a decidir fulminantemente: los años en que existía gente con ideas propias acerca de la religión, aquel puñado de iluminados que en Valladolid y Sevilla, y en muy escasos lugares más, simpatizaban con Erasmo, con Lutero y en general con los reformadores. Esto implicaba leer la Biblia, y leerla traducida, no en latín, y a partir de aquí comienzan los problemas. No sólo que los intentos de reforma de Erasmo, como nos cuenta la novela, fueran acogidos por Carlos I para en seguida ser olvidados y dejados de lado, volviéndose bastante sospechosos sus simpatizantes, sino que con Felipe II la evolución fue a peor. Saber leer, siendo del pueblo, no era buena señal, y no digamos una Biblia traducida, como por ejemplo la magnífica versión de Cipriano de Valera. ¡Recordemos las dificultades enormes del mayor traductor español del siglo XVI, Fray Luis de León, con su Cantar de los Cantares! Esas generaciones se encontraron con la intransigencia más feroz y furibunda, España se encerró en sí misma y se dio la paradoja de que en un Imperio donde no se ponía el sol no había una Biblia en castellano. Pero esto es sólo un ejemplo, como el de que tampoco se podía ir a estudiar al extranjero, excepto a la conservadorísima Bolonia (merced a Felipe II). Sucedió así que nuestra nación se quedó al margen de ese niño que aparece en la portada del libro, un recién nacido que pinta espléndidamente George de la Tours, y que no es otro que la conciencia moderna. Esa conciencia moderna que había empezado a pensar por sí misma sin las andaderas de la Iglesia y sin ser por eso atea, esa conciencia que empezaba a desarrollar la ciencia de hoy y, en definitiva, una nueva mentalidad. Aquí tiene cabida la tesis más interesante que uno quizá por deformación filosófica- cree extraer de la novela: una especie de teoría de la subjetividad. Dentro de los límites de la mera conciencia, dentro del ámbito subjetivo que inaugurara Descartes para la filosofía y consolidara Schleiermacher en el siglo XIX para la religión, tenemos la libertad más absoluta y más desasistida frente a las grandes preguntas, aquellas que espero que ningún lector pregunte cuáles son como si él no lo supiera, las que se plantea Cipriano Salcedo. Digo preguntas, no problemas, porque lo que hace de algo un problema es también lo que lo puede resolver, mientras que en el ámbito de estas especialísimas preguntas todo lenguaje se queda corto. Pues bien, la novela desarrolla a mi entender la tesis de que este ámbito subjetivo es irrenunciable y debe ser siempre protegido en su libertad, pero, sin embargo, no hay en él respuestas a esas preguntas, sino más bien una dolorosa constatación: son preguntas inevitables, pues que nos buscan más que las buscamos, pero provocan dolor y angustia porque no encontramos en nosotros ninguna instancia que esté a su altura y las pudiera responder. Los dictámenes de los doctos no se desprecian, pero no son suficientes. Siempre, la soledad. El consuelo lo constituye la comunidad, aunque sea ese pequeño grupo de adeptos que se reúnen en secreto en una oscura habitación de Valladolid. Consuelo, no solución, porque la comunidad no elimina jamás el hecho de que a la conciencia se le sigan planteando esas preguntas. Si una conciencia no puede contestar a ellas, ¿por qué iba a poder hacerlo otra? La cordialidad de un grupo unido, sus efusiones sentimentales, su sentido de hermanamiento, no significa que ofrezcan una respuesta: son sólo modos de salir del paso. Pero ¡cuidado!, esos modos son todo lo que tenemos. No hay respuesta en la conciencia individual, no hay respuesta en la comunidad, menos aún la hay en la sociedad ya vemos cómo trata al protagonista y a sus compañeros-, y sin embargo eso es todo lo que tenemos, y no podemos tirarlo por la borda. Delibes expresa así la crisis de la Modernidad.