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RESEÑA:
Luis Gil Censura en el mundo antiguo.
Alianza Universidad. Madrid 2ª edición 1985. (1ª edición Revista de
Occidente 1961).(por Ibrahim Heredia López. Granada)
“Aunque pusieron silencio a las lenguas no le pudieron poner a las plumas, las cuales, con más libertad que las lenguas, suelen dar a entender a quien quieren lo que en el alma está encerrado” (Miguel de Cervántes Saavedra Don Quijote de la Mancha, I, XXIV).
Con
esta cita comienza el excelente libro de Luis Gil, cuyos dos prólogos, a la
primera y segunda ediciones, resultan indispensables para que los que no vivimos
la censura franquista comprendamos cómo se las ingenió este erudito del
helenismo para que su libro sobre la censura pasase la censura, ironía socrática
sobre la que se asienta la libertad de pensamiento y que nos recuerda el talento
de un Voltaire para hacer que los reyes y los nobles aplaudieran sus obras sin
notar que eran corrosivas para el Antiguo Régimen. Merced a la hábil
presentación de la materia y con algunas concesiones al nacionalcatolicismo, el
libro que reseñamos pudo publicarse por primera vez durante el franquismo,
logrando eludir a los censores y realizar un alegato contra la censura. Mientras
a Camilo José Cela se le daba el Nobel de Literatura, quizá premiando su labor
como censor durante la época franquista, y luego el Premio Cervantes del que
había dicho cuando no se lo daban, con su educada dicción poética, que era un
premio de mierda; los eruditos volterianos que lucharon con sus armas y a su
manera contra la opresión, yacen sumidos en el olvido. ¿Por qué todavía no
somos los occidentales pueblos que lean más ciencia que literatura, o al menos,
igual de ciencia que de literatura? Puede ser un problema de acceso y un defecto
de la educación, especializada para la profesionalización. En todo caso,
merece un premio Luis Gil por su libro y permítasenos postular que su lectura
es más provechosa que la de las obras completas de Cela, sin ánimos de que la
literatura del Nobel sea de ningún modo censurada.
La
censura surge de la idea dogmática según la cual no habría que
dar la misma libertad ni las mismas oportunidades de difusión al error que a la
verdad. Así, quienes se creen en posesión de la verdad absoluta se sienten
autorizados para proscribir y destruir las opiniones y libros que les son ajenos
o contrarios. El liberalismo literario,
sin embargo, surge de la idea antidogmática según la cual en igualdad de
condiciones de acceso, y con la misma libertad y oportunidades de difusión, la
verdad se abre camino frente al error por sí sola, sin necesidad de que la
ayudemos eliminando lo adverso. Pero: ¿Acaso gozan hoy los clásicos de
igualdad de oportunidades de difusión que los best sellers? ¿Acaso gozan los
ciudadanos del planeta de igualdad de acceso a los textos de los grandes genios
que la humanidad ha parido? ¿O acaso no se estará hoy dando más oportunidades
a la barbarie que a la cultura, a la televisión y al fútbol que a Dante o
Cervantes? El no erigirse en eliminador de lo que se considera indigno de
perdurar no significa inacción, sino posición activa de defensa y elogio de lo
que se tiene por valioso, al menos para que se encuentre tan representado como
las demás opciones, ni más ni menos. Si hubiese igualdad de difusión y de
acceso existiría hoy ya la plena libertad literaria y nada habría que hacer
para que lo mejor, seleccionado por el tiempo, se superpusiera a lo peor.
Sin
la destrucción premeditada y con igualdad de condiciones, el Tiempo sería el
mejor clasificador y seleccionador de aquello que merece ser recordado generación
tras generación. Desgraciadamente, a lo largo de la Historia no se ha dejado
que fuese el Crónos quien dictaminase, manteniendo, en principio, la totalidad
de la producción intelectual humana, qué habría de perdurar y qué habría de
desaparecer, sino que las distintas religiones e ideologías han marcado las
pautas de conservación y destrucción. Quizá hoy en día, con los medios
informáticos, haya llegado el momento de conservarlo todo y para dejar que sea
el tiempo y los lectores de sucesivas generaciones quienes elijan lo esencial y
valioso sobre lo perecedero, y nuestro papel sea el de esforzarnos por la
conservación y nunca prestarnos a la destrucción por muy mal que nos parezcan
las otras opciones.
La
diferencia entre un clásico y un best seller es que el clásico sobrevive a su propia época y aunque
tenga una pequeña tirada editorial inicial, luego se sigue leyendo generación
tras generación. El best seller, por
el contrario, comienza con una tirada de miles y hasta millones de ejemplares,
pero nadie recordará esos títulos al cabo de una generación. No hay que
lamentar que se pierda la literatura basura, escritos del momento y para el
olvido, pero atendiendo a la historia tenemos que lamentar la enorme pérdida
intencionada de innumerables clásicos en la antigüedad, de las alrededor de
100 tragedias de Esquilo conservamos 7; de las 120 de Sófocles, otras 7; de las
92 de Eurípides, 18; por sólo hablar de los grandes trágicos que conocemos.
La mayor parte del saber de la antigüedad ha desaparecido y toda nuestra
admiración por Grecia parte de la conservación de tan sólo el 10% de su
producción intelectual.
En
la antigüedad -señala Luis Gil en el prólogo a la 1ª edición- se puso tanto
celo en la conservación de lo que se consideraba valioso como en la destrucción
de lo que se consideraba nocivo y perjudicial. Hubo una censura en la antugüedad
mediatizadora de la transmisión o no transmisión de los textos. Muchas obras
se destruyeron consciente y voluntariamente y otras muchas se retocaron de
acuerdo con las luchas ideológicas y religiosas de cada época.
Luis
Gil nos cuenta esta historia, la historia
de la censura, con la intención de que no nos erijamos nunca en censores y
dejemos que el tiempo y lo mejor perdure en competencia libre con lo peor, pues
si bien el evangelio de la libre competencia es inhumano y destructivo en el
terreno económico, cimentando la desigualdad, e insatisfactorio en el terreno
político, donde deriva en la renuncia a la participación directa en los
asuntos que a todos afectan; en el terreno de las ideas y de las artes y las
letras, nada parece más saludable. Frente al liberalismo económico y político,
y no junto a ellos, se yergue el liberalismo literario, donde debería brillar
plena tanto la libertad de creatividad y manifestación como la igualdad de
difusión y acceso.