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DESCUBRIMIENTO DE SARAMAGO

Con motivo de la presentación de su última obra, La caverna, Alfaguara, Madrid, 2000. (por Luis Fernández-Castañeda, enero de 2001)(publicado en marzo de 2001)

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Descubrimiento de Saramago

Hace ya años que arreglaron las casetas de los libreros en la Cuesta de Moyano, pero a mí me parecen muy pocos. Ya no tienen ese aspecto sucio y desvencijado de mi infancia, esa incuria del tiempo franquista agazapado sobre sus lomos y el scalextric color contaminación enfrente. Se pintaron de un gris neutro, todo muy igualado; se repararon los tejadillos de las casetas; se consolidó el zócalo de granito serrano que las aúpan, y se les pintaron números.

A finales de los años ochenta o primeros de los noventa, en una tarde mágica con el sol rasante que augura ya los calores del verano, un lector se pasea mirando los puestos. Primero de abajo arriba, para seleccionar lo que interesa y comparar precios. Después, de arriba abajo, para rascarse el bolsillo, efectuar la compra, mirar con envidia los tomos que quedarán para otra ocasión que quizá nunca vuelva a presentarse. Hay un extraño silencio en la Cuesta de Moyano. Se diría que el ruido atronador de Atocha, allá abajo, crea una burbuja de silencio en esta atmósfera, que una luz dorada se encarga de convertir en certeza (o cerveza en los bares cercanos). Esta es la patria de los libros, sólo veréis a gente de paz y en paz, acostumbrada a la mesura, a leer, recordar, comparar, comentar y contemplar. Nada parecido al jolgorio de la feria del libro que se celebra anualmente un poco más arriba, en el Retiro. El lector va repasando las novedades y las antigüedades. Ha creído advertir una monotonía incipiente, que con los años no cesará de aumentar: aquellos libros de los rincones mágicos de España, de cábalas, astrologías, saberes ocultos e historias secretas, que fueron una novedad hace un decenio, que le acompañaron de joven en muchas ensoñaciones, muchas ilusiones y muchos viajes, proliferan sin medida. Del otro bando, se centuplican los éxitos del momento, producto de las grandes campañas editoriales. Estos dos tipos de libros ahogan el resto. Están presentes en todos los mostradores, su superioridad numérica acaba siendo cargante. Pero aún quedan gangas, siempre quedan gangas en Moyano, y también narrativa de autores de los que (aún) nadie habla. El lector, llevado por una rara intuición que le asalta a veces, se detiene ante un libro de Seix Barral: Memorial del convento, de un tal José Saramago. No recuerda si ha oído antes ese nombre, le parece que no. ¿Qué es lo que le lleva a tomarlo en su mano, preguntarse si no estará metiendo la pata y, finalmente, comprarlo? Primero, porque el año pasado recorrió Portugal de punta a punta, y ha reconocido la foto de Mafra, y en Mafra vivió un día extraño que quedó como una interrogante abierta, pues hay días que no concluyen sin más, sino que quedan abiertos, como si aún no hubieran concluido. Sólo que no lo sabía. La foto le ha hecho recordar ese día, y entonces se ha dado cuenta de que, efectivamente, hubo en aquella jornada una interrogación de la que entonces sólo fue oscuramente consciente. En segundo y último lugar, aunque en el fondo es el primero, sentía la necesidad de descubrir un modo nuevo de decir las cosas, una narrativa a la altura del fin de siglo, algo que no había encontrado hasta entonces. Sin embargo, esto último tampoco lo sabía con claridad, sino que fue luego, al leer el libro, cuando se dio cuenta de lo que andaba buscando. Pagó las mil cien pesetas que le pedían, menos el descuento, y marchó tan contento a su casa. De camino advirtió, abriendo el libro en el metro, de que iba ya por la tercera edición española. O sea, que se leía. Sí, puede que hubiera oído algo al respecto, pero eso no tenía la virtud de haberle decidido a comprarlo. Todos los días la publicidad editorial machaca en la televisión y en la prensa, y este lector está acostumbrado, como medida higiénica, a no comprar precisamente los libros que más se anuncian. Es una opción personal. Le encanta ser lector de clásicos y de escritores desconocidos. Desconfía de todo lanzamiento publicitario, además de que esos son los libros más caros, cuestión nada desdeñable para un lector compulsivo. El libro de aquella tarde, uno más entre todos los que compró, se impuso nada más llegar a casa, y superó todas las barreras. En primer lugar, llegado al sofá, el libro se examina para ver si tiene algún defecto. Luego se firma. Luego se hojea. Luego se piensa cuándo podrá ser leído. Esa es la primera barrera. Hay libros que la saltan límpidamente, como fue el caso, hasta el punto de que el lector se olvidó de estampar su firma. La segunda barrera queda superada cuando uno se pone casi inmediatamente a leer. No todos los libros lo consiguen, y eso no quiere decir que sean peores, sino que no encajan por completo en la constelación del momento que vivimos. Un lector asiduo tiene siempre un montón de libros en reserva, esperando el momento apropiado para ser leídos, momento que a veces no llega nunca, cayendo entonces en el olvido, en el poso oscuro de la biblioteca. La tercera barrera, la definitiva, sobreviene cuando descubrimos no que no podemos parar de leerlo -fenómeno del best-seller, provocado por una intriga trepidante- sino que no debemos dejar de hacerlo. ¿Cómo es eso? ¿Acaso un libro puede extendernos un imperativo categórico, así como si tal cosa? Pues eso es, hay que admitirlo, e indica que ya no somos nosotros los que actuamos en el libro, sino que es el libro el que actúa en nosotros. Está operando en nosotros un proceso que, para que se logre plenamente, no consiente ser interrumpido. El lector no duda entonces en hacerse esclavo de ese libro, en leerlo con continuidad, sin prisa pero sin pausa, hasta el final. Su objetivo no es acabarlo cuanto antes, enterarse de lo que ocurre, del desenlace final, sino dejarse hacer. Y es así como página a página, capítulo a capítulo, va extendiendo acta mental: por aquí he pasado. Por eso, cuando termine el libro, quedará impedido de leer otro, y algo de su sustancia literaria habrá pasado a su propia sangre de un modo incomprensible, mágico, silencioso.

A partir de ahora, ya sabe lo que es Saramago, se felicitará por ello, y estará atento a comprarse las obras del autor disponibles en el mercado, y las que vayan saliendo. Este efecto tan deslumbrante de los libros sólo se da cuando uno se siente expresado en lo que dice el autor. A veces, se tratará de un clásico en ciernes, en otras ocasiones, los años acabarán sepultando al autor y a su obra en el limbo. Pero no importa, porque todo tiempo estará irremisiblemente pasado de moda, y lo que le interesa al lector es haber recuperado en su tiempo -a tiempo- el lenguaje, siempre a punto de no decir nada.

 

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De la ironía al amor

La forma literaria nace como resultado de haber encontrado el gesto, el tono. Cuántas cosas hubiéramos escrito y no han pasado a la palabra por no haber encontrado el gesto, el tono en el que se desplegarían con naturalidad. Cuántas cosas llevamos encima sin poderlas expresar porque nos falta el tono, el punto de vista, la situación exacta que debemos adoptar. ¿Y cuál es esa posición que adopta el escritor Saramago, la que le permite ser escritor?

El primer rasgo de su modo, el que cautiva y engancha, el que nos hace reconocernos inmediatamente en él, es su ironía. Saramago encontró el tono, ese manantial del que fluye su obra, desde el momento en que la vida vivida le convirtió en un irónico. Pero su ironía se dirige, inmediatamente, hacia la narración misma. No hacia el lenguaje como tal, no hacia las palabras, sino hacia el estilo narrativo, hacia el modo en que se cuentan las historias. Y aquí es donde sintoniza con la sensibilidad finisecular. Hoy ya no se pueden contar las cosas sin más, como si no hubiera pasado nada, como si la literatura fuera un reino ideal, un parque temático, un mundo virtual. Hemos asistido a un siglo de conflictos terribles, hemos visto el horror con mayúsculas, hemos presenciado el fracaso de todas las revoluciones, el descreimiento de todas las creencias y, sin embargo, aquí estamos, asistiendo atónitos a nuestra propia existencia. ¿Qué nos queda? ¿De dónde sacamos fuerzas para vivir? La ironía es el acto por el que nos redimimos de nuestro horror para decir: pues bien, aquí estamos. El escepticismo jamás tocará fondo, nunca nos hará volver a nosotros mismos. El nihilismo chocará siempre con nuestra presencia, con nuestra incómoda, quizá absurda, en todo caso mostrenca e incontestable presencia. Estos somos y aquí estamos. No podemos proponer nada nuevo, pues ¿qué podríamos proponer que no fuera automáticamente destrozado por el escepticismo y por el nihilismo? ¿Quién, en su sano juicio, se atrevería hoy a proponer otra religión, otra filosofía, otra política? Sin duda se hace, pero son movimientos como las olas del mar: rompen y se deshacen definitivamente. Expresan la patología de la época. Aún no ha llegado el tiempo de lo nuevo, si es que llega. Aún hay que vivir un largo trecho. La ironía de Saramago desmonta las ideas que todavía gravitan sobre nosotros, para dejarnos con la desnuda realidad, a partir de la cual es posible vivir. Así son sus novelas: nos muestran que aún es posible vivir, por más que no sea nada fácil y no se sepa qué hacer. Este es un lenguaje que habla al hombre de hoy, que se entiende perfectamente.

¿Cuál es esa realidad en que la ironía nos coloca? Ésta, para no ser escepticismo o nihilismo, tiene que tener un fundamento. ¿Cuál es? El sufrimiento humano. Esa vida que tenemos que buscarnos diariamente, amenazados por mil sutiles -y no tan sutiles- peligros, es una fuente de dolor para nosotros. Para todos nosotros. El único bálsamo conocido para ella es el amor. En todas las novelas de Saramago, los personajes principales -por eso lo son- se acabarán desprendiendo de las amenazas y de las coacciones para reconocerse entre ellos e iniciar una vida nueva. Entre estos personajes, siempre hay algunos que sienten amor de pareja por otros, pero en todos ellos puede hablarse de amor en sentido amplio. En todos los casos es un amor sólido, profundo, cimentado por el día a día y por el reconocimiento mutuo, en nada comparable al amor romántico occidental que empezó su andadura con los poemas arábigoandaluces y los trovadores provenzales. Pero es el amor real, no el literario, no el virtual.

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La caverna, revisitada

En su última novela, Saramago nos presenta la historia de un alfarero que suministra cacharros a un gran centro comercial, llamado simple y simbólicamente el Centro. La novela nos describe las vicisitudes de este alfarero y de su familia, una vida marcada al compás del marketing -universal y democrático- que practica el Centro. En las obras de ampliación de éste, se descubre una caverna, la caverna de Platón.

El Centro, paradigma del mundo virtual, se expande continuamente, y acabará por fagocitar toda la tierra, sin duda. Pero lo que según la novela define la situación actual es "la complicidad inconsciente de la ciudad con el engaño consciente que la manipulaba y absorbía" (311). La gente, en efecto, siente la lluvia o la nieve dentro de una atracción instalada en el inmenso edificio, y lo prefiere. "No es nada que no pase fuera todos los días, Ése fue precisamente mi comentario cuando estábamos devolviendo el material, y más me hubiera valido quedarme callado, Por qué, Uno de los veteranos me miró con desdén y dijo Qué pena me da, nunca podrá comprender." (408) La propia caverna de Platón se ofrece al final como atracción de feria: es un estímulo más. De modo que lo natural se sustituye por lo artificial (1); se convence a las masas de sus ventajas (2) ("VENDERÍAMOS TODO CUANTO USTED NECESITARA SI NO PREFIRIÉSEMOS QUE USTED NECESITASE LO QUE TENEMOS PARA VENDERLE", [365]); y se vende como mejor (3). Lo que hay que comprender es que lo natural ya no vale para nada (el paisaje de la novela es un puro paisaje fabril y de invernaderos), y hay que admitir de buena gana la sustitución. Se respira aquí el rechazo de la técnica. Sin embargo, no hay que olvidar que más de dos tercios de la novela se dedican a un relato promenorizado de la producción alfarera. Hay, pues, una técnica de la que el hombre se puede servir, técnica que se acepta y se describe con esmero. Pero hay otra que es pura explotación humana, una especie de religión, un dios: "no exagero nada afirmando que el Centro, como perfecto distribuidor de bienes materiales y espirituales que es, acaba generando por sí mismo y en sí mismo, por pura necesidad, algo que, aunque esto pueda chocar a ciertas ortodoxias más sensibles, participa de la naturaleza de lo divino" (378-9). Al albur de esta teconología, lo natural -el paisaje, pero también los animales y el hombre mismo- quedan como un residuo. En el caso del protagonista, como un residuo injustificable y vergonzoso, pues se trata a todas luces de alguien que no quiere comprender. El descubrimiento de la caverna en los sótanos del Centro muestra bien a las claras la fantasmagoría en la que vive aquella familia, los clientes del Centro y, por extensión, la humanidad entera.

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Cuatro citas de "La república" platónica

"¿Qué les ocurriría si volviesen a su estado natural? Indudablemente, cuando alguno de ellos quedase desligado y se le obligase a levantarse súbitamente, a torcer el cuello y a caminar y a dirigir la mirada hacia la luz, haría todo esto con dolor". (515 d)

"Este es mi pensamiento que tanto deseabas escuchar. Sólo Dios sabe si está conforme con la realidad." (517 b)

"-Habrá, pues -dijo-, que precisar cuál será el arte que más convenga, por su utilidad y eficacia, para la rotación de que hablamos." (518 d)

"-En cuanto a las demás virtudes, las llamadas virtudes del alma, quizá sean bastante cercanas a las del cuerpo." (518 e)

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Enésimo Saramago: una voz del otro lado

De nuevo una novela sobre la luchas de personas muy humildes por ganarse la vida, y todo el dolor que ello comporta. De nuevo despertando la compasión y la solidaridad por ellos. De nuevo las parábolas crueles para hacernos ver lo malo que es este mundo, lo degradados que estamos, cuánto hemos olvidado la simple humanidad. De nuevo la ironía que se ríe de cultos e incultos, esas reflexiones de paseante callejero que se cree más listo que nadie porque aplica su filosofía de enciclopedia barata a cualquier cosa. ¡Ay, Saramago! En cierto modo, sólo ha escrito un libro, Alzado del suelo. Todo lo demás es repetidura. En cualquier caso, a partir de Ensayo sobre la ceguera, puede decirse que se acaba la inspiración más fértil, de modo que los que le siguen son prescindibles. Más aún, sabemos ya cuál será su próximo libro, sin necesidad de que lo haya escrito todavía. Resumen: estamos en un mundo asqueroso del que sólo nos puede salvar la solidaridad entre nosotros mismos en cuanto seres vivos que sufren. Todo esto queda muy bonito y, si se une a una escritura magnífica, como es su caso, tenemos un candidato al Nobel, pues gentes así gustan mucho a la Academia. Y en efecto, eso fue lo que pasó. Con el aliciente de que así la protestante Suecia da un varapalo al Vaticano, pues lleva ya años metida en la tarea de premiar disidentes (en el 2000 fue un disidente chino, y yendo más atrás, ¡un italiano! -Darío Fo-).

Creo sinceramente que esto es así, y si me permito una dureza tan inusual es precisamente porque el autor está consagrado y lo que yo diga no podrá afectarle, y además es más probable que me toque la lotería a que él lea esto.

Y sin embargo, a pesar de todo, ahí queda el testimonio, -me digo-. Ahí queda la denuncia, la crítica, el dolor. ¿Cómo permanecer indiferentes a ello? ¿Cómo zafarse de su escritura, que empieza dialogando con el lector? Su sabiduría consiste en disponer todo el inmenso repertorio de la cultura y del lenguaje para realizar este único experimento: que la palabra se escuche a sí misma. No sólo la palabra sino, para ser más exactos, el acontecimiento de la palabra, algo que destaca en numerosas ocasiones. El acontecimiento de escribir, por ejemplo. Pero lo curioso, y lo que le da toda la fuerza a su escritura, es que esta escucha de la palabra se realiza como crítica, como ponderación que se encuentra siempre defectuosa: la palabra dijo lo contrario de lo que quería decir, o bien dijo más de lo que quería decir, o bien se quedó infinitamente lejos de lo que acontecía, etc. Y es al mismo tiempo una reelaboración de la experiencia. Se funde la experiencia acumulada en el crisol del lenguaje, y se separa el oro de la ganga. No es una experimentación vacía sobre lo que se supone que son las palabras, y no lo son, sino un espantajo de la mala lingüística. No es tampoco una reivindicación de la palabra, que sería ridículo. Partimos de que lo que tenemos es la palabra. Entre nuestra piel y el mundo de fuera y de dentro, tenemos la palabra. No hay que demostrar ni reivindicar nada. Se trata de tomar la palabra como palabra, como vocablo que llama y expresa. Siempre insuficiente, siempre necesario. Cuando la palabra se escucha, se acude con palabras hacia la palabra, se la completa en la medida de lo posible. Eso es escribir para Saramago, y por eso no podemos zafarnos de su escritura, no podemos desentendernos de ella, porque en ese caso tampoco podríamos entendernos a nosotros mismos.

Saramago es la odisea de quien, por antiguo analfabeto e inculto, ha llevado la ley de la tierra a la escritura, descubriendo la vanidad del saber ante las urgencias del corazón.

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¿Cuál es la ilusión de la caverna?

La celebérrima imagen de Platón señala una constante en el pensamiento occidental: la sensación de encerramiento, de engaño, de mera ilusión, y la necesidad de salir de allí. Según esta idea, el pensamiento es liberador, porque la reflexión permite dar ese paso atrás que nos hace caer en la cuenta de presupuestos impensados. Con cada reflexión, nos alejamos del fondo de la caverna, nos separamos de esa ilusión trascendental que ejercen los presupuestos no pensados en nuestra propia idea del mundo. Occidente es de todo menos ingenuo. Hay en esta concepción, que desborda lo platónico para ser algo griego y europeo, muchos proyectos encerrados: el proyecto del saber científico, el proyecto de la liberación política, el proyecto casi místico de la liberación personal, el proyecto educativo y, cómo no, el proyecto filosófico.

Como se sabe, la contralectura nietzscheana planteará que el símil mismo de la caverna es una ilusión ("¿No teméis volver a encontrar en la caverna de todo conocimiento a vuestro propio fantasma como la impostura fantástica de que se ha disfrazado la verdad ante vosotros? ¿No es una pésima comedia, en la que tan sin dudarlo queréis participar?" Nietzsche: Aurora, § 539; Werke, Hg. Schlechta, Bd. 1, p. 1260). Sin embargo, está claro que también podemos aplicar a Nietzsche la imagen de la caverna, siendo ésta la filosofía platónico-cristiana, y el pensamiento nietzscheano el liberador de tal estado. Con lo cual vemos, una vez más, que Nietzsche no consigue zafarse de los moldes de una cultura que quiere superar (lo cual no invalida, por supuesto, su crítica).

La pregunta, pues, es: ¿cuál es la ilusión? ¿La que describe Platón, o la que describe Nietzsche (y toda la crítica cultural subsiguiente)? El punto clave es que hoy se nos dice que la realidad se ha evaporado: todo son símiles, mundos virtuales. ¿No es esto, a su vez, la enésima ilusión? Así piensa Saramago, y la forma de todas sus novelas está dictada por la subversión de una voz que él deja oír, la voz de la tierra. Una voz subversiva por su rebeldía hecha de insistencia, imposible de erradicar por mucho que se intente. Una voz que se oye siempre por debajo -sub- de la versión oficial (siempre hay una versión oficial, a veces es el silencio). Una voz hecha del sentido común que brota ante la realidad inclasificable de la vida. Pues hoy -no nos engañemos- nuestra propia vida es un desecho irreciclable, algo con lo que no se sabe qué hacer. Hemos conseguido formar una vida de consumidor en el más amplio sentido (consumidor de energía, de medios de comunicación de masas, de alimentos y medicamentos, etc.), mientras que poco a poco se nos tambalea la vida de trabajador (precariedad, paro, caducidad de la formación laboral). La vida política es exangüe, y lo mismo podríamos decir de casi todas las demás vidas que ha forjado Occidente. La vida de consumidor es la que se mantiene, por ahora, con buena salud, aunque hay indicios preocupantes (como el sida, el síndrome del Golfo y los Balcanes, la enfermedad de las vacas locas). Los demás modelos están de capa caída. Por debajo de todos ellos hay algo que no se deja asimilar, que no se deja integrar en un modelo de vida prefabricado, más aún, que no quiere ningún modelo, aunque carece de fuerza para imponerse, para alzar la voz. Pues bien, a esa muda impotencia es a la que Saramago le presta la voz, que es prestarle todo. Y lo que nos habla desde ese fondo inclasificable, desechado e irreciclable de la vida es la trivialidad, la presencia mostrenca de ella misma, ese "soy yo" con el que estúpidamente nos damos a conocer ante un portero automático. Es esa simpleza, ese simplemente estar ahí, lo que escapa a toda asimilación, a toda caverna, a toda ilusión. No es la reflexión autoconsciente de la conciencia, no es ningún pienso luego existo, sino que es la primera autoafirmación, aún frágil, temblorosa: yo. (Un yo incapaz de separarse estrictamente de un no-yo, como pondrá de manifiesto el amor, dicho sea para evitar interpretaciones fichteanas). Esa realidad mostrenca de la vida, de nuestra propia vida, se pone especialmente de manifiesto en el dolor. En todas las novelas de Saramago, la tortura, la enfermedad, pero sobre todo el esfuerzo físico -con el cansancio y sufrimiento que conlleva-, son los que tienen la palabra. Y si bien la literatura digna deja oir la voz del dolor, sin la cual todo nos parecería frío e insustancial, en Saramago esto se convierte en un presupuesto metafísico y metaliterario; no un simple punto de partida, no una asunción implícita de la que el autor puede ser más o menos consciente, sino algo conscientemente irrenunciable, verdadero punto de partida y de llegada, en definitiva: la forma misma de su obra. Y de ahí la sensación de actualidad, de "estar a la altura del tiempo" que le produjo al lector del inicio. Pues es esta vida nuestra deshauciada, expulsada también del ámbito de lo virtual, esta vida que tenemos como resto inajenable, quizá completamente inaprovechable, esta vida que hoy luce más que nunca porque nunca estuvo tan desnuda en su presencia ruda, burda e inútil, esta vida nuestra es la que hoy cobra protagonismo. No es con la ciencia dialéctica con la que se sale de la caverna, sino con la convicción de que hay que vivir según nuestra propia ley, que es la ley de la tierra. Hay una cosa que se llama la ley de la tierra, por la que todos vivimos y morimos de manera irrepetible y única. Las sociedades modernas la han arrinconado y minimizado, pero ella sigue allí en lo hondo de nuestro ya antiguo abismo. Y de ella habla Saramago. Que sea por mucho tiempo.

Luis Fernández-Castañeda, enero de 2001

 

 

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