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Reseña a dos volúmenes de Oñate, Teresa:

 Materiales de ontología estética y hermenéutica ( Los hijos de  Nietzsche en la postmodernidad I), ed. Dykinson, 2009.

El retorno teológico-político de la inocencia (Los hijos de Nietzsche  en la postmodernidad II), ed. Dykinson, 2010.

 

Alejandro Escudero Pérez -UNED-. Mayo de 2011.

 

     La profesora Teresa Oñate y Zubía –que tan ímprobos esfuerzos ha dedicado en las últimas décadas a la filosofía- por fin ha decidido recopilar, en dos gruesos volúmenes, sus artículos, reseñas, entrevistas. Los ha reunido, además, bajo un mismo y único hilo conductor: los presenta como “materiales” con los que llevar a cabo una “ontología estética” (de signo “teológico-político” para más señas). En este comentario intentaremos, en primer lugar, aclarar en qué consiste esta prometedora “ontología estética” para, a continuación, indicar en qué contribuyen los textos ofrecidos a su desarrollo.

 

            La ontología estética se concibe como un programa de investigación en la filosofía contemporánea. Su principal cometido estriba en explicitar el espacio y el tiempo de la percepción (aîsthesis); también, en continuidad con lo anterior, se pretende engarzar la mencionada explicitación con el arte, si bien nunca se termina de aclarar en qué puntos concretos y por qué se postula tal engarce (¿tal vez porque en la tradición moderna el término “estético” posee esa duplicidad?). ¿Cuál es su apuesta principal? Sostener que hay un “Espacio ontológico” y un “Tiempo ontológico”, imbricados ambos, como decimos, en la “percepción” y, también, en el “arte”. La ontología referida a ambos tiene, pues, como principal cometido sacarlos a la luz. Si esta ontología puede ser considera una genuina “filosofía primera” o sólo una indagación “regional” es algo que nunca se termina de explicar –a veces parece lo primero, otras lo segundo. Resulta, por otra parte, curioso que sobre el “Espacio ontológico” apenas se insinúe algo; un tratamiento más desarrollado se ofrece respecto al “Tiempo ontológico” (sobre el menosprecio o, al menos, la secundarización del espacio respecto al tiempo ha escrito José Luis Pardo jugosas e imprescindibles páginas, por ejemplo en el libro Las formas de la exterioridad). ¿Cuál es el “Tiempo ontológico”? El “Tiempo de la simultaneidad” opuesto al tiempo de la sucesión –el tiempo óntico del cambio fenoménico. A esto, por otra parte, se añade una observación sorprendente: el tiempo de la simultaneidad se estaría realizando –o se habría realizado- en el mundo de Internet, en la sociedad de la comunicación telemática, es decir: el Tiempo ontológico –por fin, habría que decir- ha encontrado su propia “encarnación” en este enclave “postmoderno” (tal vez -¿o no?- por eso se le suele denominar “tiempo real”).

 

    ¿Cabe objetar algo a este programa de investigación? Sorprende, en primer lugar, que se califique a sí mismo de “postmetafísico” pues reitera coordenadas bien conocidas de la metafísica “de toda la vida”. Por un lado ratifica –como si esto fuese obvio- la escisión entre “aîsthesis” y “lógos” al ubicar espacio y tiempo preferentemente en la “percepción”, aquí se sigue, en el fondo, una propuesta netamente kantiana; la autora, es cierto, hace continuas alusiones al lógos y a lo lógico –también a la “intuición intelectual” (el noeîn del noûs)- pero sin conseguir, a nuestro juicio, ninguna claridad en este preciso y delicado punto. Debe mantenerse, pues –entretanto no se consiga exponer con nitidez el conglomerado de asuntos aludido- lo que decimos: la (discutible) ubicación del Espacio y el Tiempo en la “sensibilidad” y, por eso, la ratificación de la “escisión” entre lo “estético” y lo “lógico” (lo sensible y lo inteligible suprasensible). Por otra parte, y como segunda objeción, se acomete aquí –metafísicamente- una “substancialización” del espacio y del tiempo: esto es algo inevitable –estrictamente consecuente- desde el instante en que se afirma –como aquí se hace una y otra vez- un Espacio ontológico y un Tiempo ontológico. ¿A qué influjo se debe este ejercicio obstinado de “substancialización”? Sin duda al enorme peso que la autora concede a Aristóteles. Según nos dice la ontoteología de este último sería ya, sin más, la única alternativa a la metafísica platónica: Aristóteles sería, pues, el primero –y hasta cierto punto el único, como veremos- en formular un “pensamiento postmetafísico”. La ruta “aristotelizante” nos señala, en el asunto que estamos abordando, algo muy interesante: “lo ontológico”  (en las expresiones “Espacio ontológico”, etc.) significa, nada más y nada menos, “lo esencial” y esto, a su vez, quiere decir: “lo supremo”, lo “excelente”, lo “perfecto” –en definitiva, “lo divino”, es decir, el máximo referente “teleológico” de la ontoteología aristotélica-. Siguiendo esta pendiente la autora no duda en hablar de un “Arte ontológico” (el arte superior, frente al “arte óntico”) o una “Libertad ontológica” o una “Verdad ontológica”, etc. Se trata, en definitiva, una y otra vez, de afirmar dos planos: el plano óntico del movimiento y el cambio (nivel inferior) y el plano ontoteológico de lo eterno excelente y, por ello, superior y esencial (o sea, lo óntico más óntico, lo óntico supremo).

 

Sobre estos dos planos y su mutuo engarce habría mucho que preguntar pues es mucho lo que debe aclararse. Aquí sólo formularemos una cuestión: el “universo aristotélico” –el “orden aristotélico” como diría Víctor Gómez Pin- es un universo teleológicamente clausurado por la reiteración circular de la identidad de las formas. Un solo ejemplo: en la física biologísta de Aristóteles a cada una de las especies animales corresponde una y sólo una “forma substancial” que la clausura y atrapa de una vez por todas, es decir: el fijismo aristotélico prohíbe metafísicamente la darwiniana “evolución de las especies”. En este marco una “mutación” sólo puede ser una “desviación mostruosa” acaecida accidentalmente en una forma substancial teleológicamente destinada a reiterarse en su pura identidad, es decir: nunca puede ser algo que llegue a dar de sí una “especie distinta”. Este ejemplo, uno entre otros, merecería una larga discusión (la autora parece adherirse a la tesis de que las puras formas en su máxima intensidad “energética” se “agencian” sus propias “materias” –¿un “acto energético” puro, etéreo y desligado, en libre flotación? Suena raro, pero es lo que en muchas páginas parece sugerirse).

 

Con la mención de Darwin nos topamos, casi de refilón, con un asunto central: hemos dicho que la ontología estética se concibe como un programa de investigación contemporáneo y hasta aquí[1] sólo nos hemos referido a Aristóteles. Pues bien, una apuesta continua de estas páginas, destinada a colmar el hueco indicado, es la siguiente: afirmar que Aristóteles estás detrás o debajo de lo que se juzga como lo más granado de la filosofía contemporánea (según la autora Nietzsche, Heidegger, Gadamer y Deleuze –el caso de Vattimo, especialmente el del “Vattimo cristiano”, plantea una cuestión aparte-). Sólo dos ejemplos –por otro lado nucleares-: el tiempo cíclico de la cosmología aristotélica sería (debería ser) “lo mismo” que el “eterno retorno” de Nietzsche; la “enérgeia” (de la forma pura, la forma inmaterial) sería (debería ser) “lo mismo” que el Ereignis (el acontecer del ser) de Heidegger. ¿Qué decir de la empresa de “aristotelizar” una buena porción de filosofía contemporánea? Como mínimo que es –por innumerables razones- altamente inverosímil. Dediquemos unas pocas palabras a Heidegger; este ha sostenido – en los Beiträge zur Philosophie, por ejemplo- que Aristóteles “se olvida” –digámoslo así por mor de la brevedad- tanto de la diferencia ontológica (el ser no es algo óntico) como de la diferencia teológica (el ser no es lo divino); es cierto que esto da pie a muchos debates –hay magníficos artículos de Enrico Berti sobre todo ello- pero nada se avanzará aquí si –como sucede en los libros que comentamos- o se eluden o se dan por descontados. Un apunte más: en Aristóteles la “enérgeia” lo es siempre y necesariamente de la “ousía” (cuanto mayor grado de entidad tiene algo más puro será su “acto”, etc.); pero lo que Heidegger llama “Ereignis” no recae e incide directamente sobre nada óntico (sobre ninguna “ousía”), recae e incide –una y otra vez- sobre una “estructura transcendental” llamada “Geviert”. Pero esto con todo no es lo más relevante. Supongamos –por fantasiosa que esta suposición sea- que se consigue probar con detalle que Nietzsche o Heidegger o … son –lo sepan o no, les guste o no- “aristotélicos”, o sea: prístinos continuadores del “Aristóteles Griego”[2]. La “historia de la filosofía”, sin duda, habría ganado algo, pero ¿se habría dado algún paso significativo en el orden propio de la filosofía? En el fondo ninguno. Heidegger podría ser “aristotélico” y, por eso, haber propuesto una teoría filosófica enteramente errónea o inconsistente; salvo que se crea ciegamente en la autoridad de Aristóteles “proseguirle” nada garantiza; la argumentación filosófica obliga a que las “teorías” se ratifiquen en los “fenómenos”, y aquí de poco sirve ampararse en “autoridades”, por venerables que sean. En definitiva –y es el punto que principalmente nos interesa-: substancializar y teologizar –a la vez- “lo ontológico” (algo que reiteradamente se intenta llevar a cabo aquí siguiendo una vía aristotelizante) no sólo no conduce a buen puerto sino que tira por la borda, uno por uno, los principales logros y aportaciones de Nietzsche, Heidegger, Gadamer o Deleuze. ¿Significa esto que Aristóteles no tiene “nada que decirnos” y que debe ser enterrado en el “baúl de los recuerdos”? Desde luego que no. Un solo ejemplo: en un importante pasaje de “La pregunta por la técnica” Heidegger acude, para un propósito muy específico y perfectamente circunscrito, a una reelaboración de la teoría aristotélica de las “cuatro causas”; ¿convierte esto a Heidegger en “aristotélico”? En absoluto.

 

            Llegados a este punto desgraciadamente nos toca expresar una diagnóstico –o un pronóstico, como se prefiera- pesimista: no parece que la ontología estética –tal y como ha sido expuesta en los libros que comentamos- presente un sugestivo programa de investigación. Está salpicado de demasiados puntos oscuros o decisiones confusas como para poder aglutinar en torno suyo –siguiendo su vocación generosa- una entusiasta comunidad de investigadores. Al menos, eso sí, y es algo muy meritorio, enseña un amplio conjunto de vías intransitables, lo que, tal y como están hoy las cosas en la filosofía, no es poco.

 

¿Cómo, tal vez, reorientar las cosas? Tracemos unas pocas sugerencias, a modo de pinceladas en un lienzo aún por pintar. En primer lugar la ontología estética –siempre a nuestro entender- sólo puede aspirar legítimamente –y no es poco, pues mucho camino le queda por delante- a desarrollarse como una “ontología del arte” (o sea, lo que cabe llamar una “ontología regional”)[3]. Por otro lado también resulta legítimo emprender indagaciones en una “ontología del espacio y el tiempo”; esta tendría al menos tres cometidos:

1.- Probar que el espacio y el tiempo de los fenómenos que se presentan dentro de los distintos ámbitos del saber no caen unilateralmente del lado de la sensibilidad y lo sensible. A su vez, como parte de este asunto, debe rechazarse la separación jerárquica entre “lo estético” y “lo lógico”. La Sensibilidad y la Lingüísticidad son dos formas de acceso a los fenómenos y dos formas de inscripción de los fenómenos, por lo tanto ni son dos “facultades” del Sujeto humano ni, tampoco, dan pie a distinguir entre un “mundo de las apariencias” (contingentes, particulares, múltiples, cambiantes) y un “universo eidético” (sede de lo necesario, universal, inmutable, etc.).

2.-  No habiendo nada semejante a un Espacio Ontológico y un Tiempo Ontológico hay que mostrar que la espacialización y la temporalización es intrínsecamente plural. Los distintos saberes ónticos –las ciencias y las artes, por ejemplo,- recogen esa pluralidad en su seno y la exploran cuando les toca hacerlo.

3.- Mostrar que la plural espacialización y temporalización remite, en última instancia, al “Ser” y su recurrente acontecer (gracias al cual surgen y se articulan de vez en vez inéditas especificaciones de lo espacial y lo temporal).  

 

Algo así, esbozado con estos trazos tan gruesos, nos parece viable –difícil de concretar, pero, al menos, viable (hay un conjunto de autores que ya trabajan en esta línea –Edward S. Casey, Jacques Garelli, Donald M. Lowe, Joseph Muntañola, Luis Castro Nogueira, etc.-).

 

Volvamos ahora, para concluir, a una cuestión que dejamos pendiente en el primer párrafo de esta reseña: ¿puede suceder que este amplísimo conjunto de escritos contribuyan a sacar adelante –aunque sea en sus líneas básicas- una ontología estética? Difícilmente. ¿Qué ocurre entonces? Pues que, desligados de la discusión filosófica que le es obligatoria, todos estos escritos se ven, repentinamente, libres de la pesada carga de justificar su razonabilidad y su pertinencia historiográfica, de modo que respiran gráciles e ingrávidos por el armonioso paraíso de la inocencia en devenir, o sea, por su lugar propio: la generosa gratuidad intensiva de lo que con amor se nos entrega sin esperar nada a cambio, en la firme esperanza de que su luz irradie el porvenir en el que amanece, despejando las pesadas sombras de la noche, un mundo mejor.        

 

  

                                                  Alejandro Escudero Pérez


 

[1] Contando eso sí con que el mencionado proyecto reitera una opción kantiana, propia de la moderna metafísica del Sujeto: localizar el espacio y el tiempo en la “sensibilidad” (perceptiva y artística) y separándolos, en definitiva, de lo relativo al “lógos” (ajeno, como puro reino del concepto y la esencia, al espacio y al tiempo).

[2] La propia idea de un “Aristóteles Griego” por fin descubierto en su prístina pureza “en la postmodernidad postmetafísica” tiene, nos parece, un dudoso encaje “hermenéutico”.

[3] ¿Puede una cabal ontología del arte desarrollarse según las siguientes coordenadas? «… en nuestro tiempo, todo arte óntico ha saltado hecho añicos por la urgente exigencia que las obras de arte experimentan: la de volverse ontológicas, respondiendo a las necesidades históricas de la ontología estética del espacio-tiempo, que se ha entregado a la experiencia del arte-pensamiento, después de Nietzsche y después de Heidegger», en “El secreto de la creatividad”, El retorno teológico –político de la inocencia, op. cit., p. 53. A nuestro entender no, principalmente porque la distinción jerárquica entre un arte óntico y un Arte Ontológico acomete una clausura metafísica del ámbito del saber artístico (por cierto: sólo una lectura precipitada de, por ejemplo, “El origen de la obra de arte” de Heidegger puede llevar a creer que éste “avala” la distinción mencionada).

 

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