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MÉTODO ORIENTAL. Irreverencias a propósito de la película de Zhang Yang Paths of the Soul (2015)
Luis Fernández-Castañeda
Fotograma de la película Paths of the Soul (Kang Rinpoche) (2015) de Zhang Yang.
La primera escena de la película casi me echa para atrás: la típica casa miserable de un pueblo pobre rodeados de suciedad y cutrerío hasta el cartel de FIN. La típica película del Tercer Mundo, muy bien montada y actuada y todo lo que tú quieras, pero seguro que moralmente ingenua o devastadora. Una producción más de Pueblos en la Edad Media, S.A.
Sin embargo, durante su visionado llegó un momento mágico. Irrumpió algo nuevo que no sabría decir con qué minuto de la película coincide, una explosión que se me impuso.
La primera escena es el despertar de una familia, en un pueblucho del Tibet. Todos son pobres, sucios, y hace frío, aunque no demasiado. Todos están delgados, hay los típicos niños de teta y los viejos llenos de arrugas, junto con hombres y mujeres prematuramente envejecidos. Como decía, la clásica escena tercermundista. A los pocos minutos se empieza a aclarar lo que pasa: uno quiere hacer no sé qué peregrinación, y poco a poco se le van apuntando otros. El primero que tiene la idea nunca les dice que no a los que se quieren apuntar. Empiezan a hacer los preparativos. Lo sorprendente es el modo en que se realiza esta peregrinación. Parece ser que es a una montaña (Kang Rinpoche), lo cual ya me deja un poco mosqueado, porque esperaba una virgen, un santo o, tratándose de tibetanos, un Buda milagroso. Parece que no. Pero lo que sorprende no es que la hagan a pie, sino el modo: se ponen unas tablas de madera en las manos y cada dos o tres pasos se tiran al suelo apoyando primero las manos, como haciendo surf en el asfalto. Primero entrechocan las planchas de madera encima de sus cabezas ¡clac!, luego a la altura del pecho ¡clac!, luego un poco más abajo ¡clac! y en seguida extienden las manos al frente a la vez que bajan los brazos, hasta tumbarse completamente en el asfalto, todo ello sin dejar de andar, de modo que con las manos en el firme parece que hacen surf. Esta costumbre es sorprendente, deja sin habla al espectador, y más cuando uno espera que se paren al poco tiempo. No ocurre. Es todo el rato así. Casi toda la película es lo mismo. Un viejo, varios maduros, otros jóvenes, una embarazada, otras mujeres y hasta una niña, todos se ponen a hacer ese ejercicio extenuante y absurdo (el kowtow) durante... ¡durante más de mil kilómetros! Clac clac clac, tirarse al suelo bien extendidos, tocar con la frente el asfalto, juntar las manos así, clac, levantarse, dar unos pocos pasos, y clac clac clac, durante kilómetros y kilómetros. A los tres cuartos de hora considero que vaya rollo de película. Se ve que no va a cambiar. Va a ser todo el rato lo mismo. Sin embargo, surgen problemas: los camiones pasan rozando, se les rompe el tractor que les lleva la tienda, la embarazada va a dar a luz y tienen que llevarla a un hospital, se quedan sin dinero, tienen que empujar el carro, porque el tractor no hay quien lo arregle, tienen un desprendimiento de rocas, les llueve y deciden hacer el kowtow por charcos y corrientes de agua que atraviesan la carretera... Un ejercicio agotador, parece mentira que lo haga también la niña, y el viejo no sé cómo aguanta. Al frente de todos, un anciano que no hace kowtows pero inicia la comitiva dando vueltas sin parar al molinillo budista. No para de darle vueltas, como si fueran las neuronas de esos pueblerinos, el corazón de la empresa, el símbolo de la actividad constante y consciente del alma, no deja de darle vueltas a la bolita ni para comer, ni cuando a la noche cuentan alguna historia en la tienda de campaña antes de dormir. El paisanaje motorizado no les hace ni caso, pero a lo largo del camino les tratan bien todos aquellos con quienes se encuentran. Se ve que es una tradición arraigada. Son romeros en su romería. Lo que ocurre es que esta es demencial. Y es entonces cuando llego al satori, a la súbita comprensión de lo que quizá esté ocurriendo, a la entraña del Oriente.
Se trata, en primer lugar, de un ejercicio durísimo que descarta todo sentido. Efectivamente, hacer el kowtow durante 1200 kms es absurdo. Absurdo incluso hacerlo cien metros. Tirarse en plancha al suelo cada tres pasos claqueando las tablillas de madera es una variante de cualquier estupidez que se nos ocurra. Pero hay que hacerlo. El durísimo ejercicio físico rechina en la mente del peregrino: ¿por qué hacer esta estupidez? ¿Y por qué hacerla hasta el agotamiento? ¿No somos todos idiotas? No hay aquí argumento racional alguno que valga, ni tampoco una situación comprensible, ponderada, adaptada. Quien hace esto es idiota, y más idiota aún si espera comprenderlo. Pero el kowtow prosigue. El peregrino no cede. Primero, como vemos, vence a su razón. No es una victoria fácil. Tiene que admitir que está haciendo algo absurdo, algo a lo que no se le puede ver, en sano sentido común, ningún sentido. Si tuviera algún sentido para el sentido común, entonces el kowtow no valdría nada, ya que se inscribiría en la instrumentalidad de la vida cotidiana: hago esto para conseguir tal cosa. Pero la peregrinación es precisamente salir de la vida cotidiana. Ahora bien: las peregrinaciones clásicas o normales, por decirlo así (y perdón por mi muy probable ignorancia), son marchas que se emprenden rezando, por devoción, demostrando así respeto a Dios, a los santos, a Alá o a lo divino. Incluso el que se fustiga en Semana Santa, el que va con el cilicio o los pies descalzos, el filipino que se clava a la cruz, lo hacen con un sentido de sacrificio, de sufrimiento ofrecido como expiación y muestra de profunda piedad. Hay una intención en todo ello. Aquí (en el film) las cosas no son así. Porque lo único que hacen los tibetanos es llegar cerca del Kang Rinpoche... y volver. No hay allí un altar, un santo o una estatua de Dios o de Buda, ni una gran monasterio que les reciba al final y les diga: ¡enhorabuena! ¡sois unos devotos! No está más que la montaña, que sobrepasa toda explicación, a la cual no parece que la consideren un dios típico al que pedirle cosas, etc. , aunque tampoco lo contrario.
Decía, pues, que lo primero que vence el peregrino es la razón. Sí, es verdad, está haciendo algo absurdo, algo que la razón no puede penetrar y que, dado lo cansado que es hacer el camino así, la razón va a dejar de intentar entender. Se revela aquí un método, el método de peregrinaje tibetano, o quizá, ampliándolo un poco, el primer paso del camino oriental.
¿Podría hacer yo lo mismo? ¿Me pondría el mandil y me tiraría al suelo durante cientos de kilómetros? En absoluto, pensaba antes. Me sentiría ridículo, tontísimo, idiota. Porque los tibetanos lo hacen condicionados por su cultura, pero yo no tengo esa cultura, ni tengo intención de hacer como si yo fuera de su cultura, eso sería para mí una suplantación absurda, y además esos rasgos de su cultura son para mí por decirlo así medievales, supersticiosos, plenamente superables ya, y superados. Son sólo pueblos atrasados los que conservan esas tradiciones. Y sin embargo, quizá con el extenuante ejercicio acabara dejando de lado la razón. En ese sentido sí me gustaría hacerlo, pero algo en mí se rebela. En lugar de revelación veo rebelión. ¿Acaso no puedo dejar la razón sin más? Tampoco cuesta tanto: una borrachera, un canuto... Pues no, no es tan fácil. El método oriental exige que siga practicando, piense lo que piense: clac, clac, clac.
Y ahora no basta con hacerlo como ausente, como obligado. Hay que hacerlo de corazón. Aquí, si alguna vez pretendí participar, desisto. Porque ¿cómo voy a poner mi corazón en algo que veo absurdo? Un hombre ya mayor que encuentran a mitad del camino les da consejos sobre el kowtow después de observarlos: no lo hacéis bien. No hay que dar tantos pasos, como hace la niña, entre un kowtow y otro. Les dice que hay que apoyar firmemente la frente en el suelo, en lugar de mirar alante, y hacerlo todo con corazón puro. Es decir, renunciar de una vez por todas a cualquier intención que no sea la del kowtow. No se trata de llegar a ningún lado. Si el kowtow se hace para eso. entonces se hace mal. Tampoco hay que llevar telas rojas, los colores vivos no son adecuados, no estamos de fiesta. Los peregrinos le hacen caso en todo, menos la niña, que la pobre hace lo que puede. Cuando se estropea el tractor y tienen que tirar del carro, los que tiran de él vuelven luego sobre sus pasos para hacer kowtows en el tramo que se han saltado. No ahorran ni un metro de kowtow. Desde su pueblo hasta el Kang Rinpoche, todo son kowtows. En este segundo estadio, desactivada la razón, se desactiva la intención. Ya no soy yo quien lo hace, sino que pertenezco al kowtow, soy parte de ese movimiento que me acoge, en el que estoy, respiro y vivo. Y la frente pegada al asfalto, pegada al suelo, indicando una y otra vez a la razón, con un golpecito, que despierte y se deje hacer, que se pare y se ponga en movimiento común con el cuerpo.
La peregrinación -y lo recalcan todos sus participantes- no se hace por uno mismo, sino por los demás. Por dos que se mataron en la construcción, por otro que ya no lo puede hacer, en beneficio de uno más que... Ninguno la hace por sí mismo. Es decir, no la hace para su particular bienestar... ni la acaba haciendo en virtud de su propia decisión. Él o ella tomaron la decisión, está claro, lo decidieron por sí mismos, pero el recorrido del camino no lo hacen por sí mismos, lo hacen embebidos en el movimiento del kowtow, absorbidos por él, hipnotizados. De no ser así, desistirían impotentes, porque la fuerza para continuar en el camino no viene del sí mismo, sino de otra dimensión inexpresable, subrayada en la película por la ausencia de banda sonora y por la escena final, cuando al fin, brevemente, aparece el Kang Rinpoche casi como símbolo de lo que han hecho y de esa dimensión inexpresable.
Saber dejarse llevar, saber serse, es lo que enseña su peregrinación. El método oriental. No se trata del dominio, del Yo, de la voluntad de poder o de la búsqueda de la felicidad. Todo eso está muy bien, pero el camino que emprenden es equivocado y desemboca en el nihilismo. Saber serse.