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 Algunas notas críticas sobre el Estado de partidos desde el

 pensamiento de Manuel García-Pelayo

Lucio García Fernández

  

 

INTRODUCCIÓN

 

Este trabajo pretende expresar y analizar la concepción del Estado de partidos de Manuel García-Pelayo y extraer bajo su luz conclusiones pertinentes sobre tal cuestión para el momento actual. Precisamente, el gran filósofo del derecho y politólogo Manuel García-Pelayo fue uno de los introductores en nuestro país del concepto de Estado de Partidos. Especialmente en su obra de 1986, El Estado de Partidos, analizó el origen histórico del término y de dicha forma política y su evolución contemporánea, lo que constituía la oportunidad para comprender el significado de la estructura estatal actual y su relación con la sociedad, de acuerdo con su premisa de que el objeto de estudio de la Teoría del Estado se encuentra en la historia. Como nos mostró Tomás y Valiente (1987:1), bajo su análisis del papel de los partidos contemporáneos late su preocupación por el Estado  democrático mismo y las dificultades a las que éste se enfrenta al final del siglo XX y comienzos del XXI. Sus reflexiones, a pesar de que no contaban con la perspectiva del momento presente, mantienen la frescura de quien era un profundo conocedor del tema, advirtiendo las posibles líneas y desviaciones que la forma estatal podría sufrir en el futuro. Por este motivo resultan ser muy clarificadoras respecto a la situación actual del Estado, en el que el predominio de los partidos políticos sobre los órganos del Estado y su rechazo por la ciudadanía se han agravado.

 

1.                SOBRE EL CONCEPTO DE ESTADO DE PARTIDOS

Frente a estados de otras épocas, el Estado contemporáneo se caracteriza por su multiplicidad, es decir, por el gran número de dimensiones que en él podemos reconocer, lo cual apunta a la pérdida de sustantividad del mismo. Así, el Estado actual ha sido caracterizado como democrático, de Derecho, de bienestar social, pluralista, neocapitalista, de asociaciones y de partidos. Esta última constituye una dimensión más, pero sumamente relevante si tenemos en cuenta la imbricación de todas las esferas —política, social, económica, cultural, tecnológica, etc. —  implicadas en el desarrollo del mundo contemporáneo, así como la relevancia que las consecuencias de la actividad política estatal tiene para la vida de las personas.

García-Pelayo sigue a Leibholz, para quien la importancia adquirida en la vida estatal actual por los partidos políticos y su presencia en la política de las últimas décadas, ha justificado la difusión del concepto de Estado de partidos (García-Pelayo, 2009: 3213). Término aparecido y generalizado entre los intelectuales de la República de Weimar y recogido en su Constitución, de 11 de noviembre de 1919 (García-Pelayo, 1996a: 29). En líneas generales, la discusión sobre el Estado de partidos discurrió entre aquellos que, desde posiciones realistas y reconociendo la pluralidad y el conflicto de intereses existentes en la sociedad, trataban de articular la realidad de los partidos políticos a la estructura estatal, como el único medio de integración de los mismos en la política del Estado, y los que veían en la importancia concedida a los partidos políticos una traición a la soberanía nacional y al interés común. Entre los primeros se encontrarían Thoma, Radbruch y Kelsen y entre los segundos Kollreuter, Schmitt o Triepel, Dos visiones pues, especialmente desde el punto de vista de la representación política: una positiva o, al menos, neutra, que, alejada de la abstracción conceptual (Kelsen, 2002: 29), implica el papel protagonista de los partidos políticos en los órganos estatales y en la Administración, pero sometidos a la legalidad vigente de una democracia de partidos, y otra negativa sobre el papel de los partidos políticos y sobre el concepto de Estado de partidos, que, aunque reconoce la presencia de los partidos en la política del Estado, los ve como portadores de intereses irreductibles, que impiden la transformación de la voluntad popular en voluntad estatal, y, en tal sentido, suponen un ataque al mandato representativo, al constitucionalismo y borran la separación entre Ejecutivo y Parlamento, en la medida en que como estableció Leibholz, los representantes se convierten en meros comisionados de los partidos, tomando decisiones en el Parlamento y en el Gobierno previamente decididas en el seno de sus respectivos partidos, por parte de la dirección de los mismos.

 Tal preeminencia de los partidos políticos en Alemania después de la Primera Guerra Mundial fue interrumpida por el ascenso del totalitarismo, dando lugar al Estado de un partido único. Hasta ese momento, los defensores de la idea de democracia de partidos o de Estado de partidos no supieron o no pudieron extender la visión positiva sobre las fuerzas políticas como elementos imprescindibles del proceso democrático. Finalmente, su consolidación como principales agentes de la praxis política se remonta al final de la Segunda Guerra Mundial, ya que en los países en los que el conflicto bélico había destruido la estructura estatal fueron ellos los encargados de reconstruirla. Su constitucionalización posterior, extendida a otros países europeos, tomando como fundamento el pluralismo democrático, servía a la intención de erradicar o prevenir contra el Estado autoritario y el totalitario, y la repulsa a los elementos anti-democráticos (García-Pelayo, 1996b: 48). Desde ese momento, podemos decir, se generalizó el uso del concepto de Estado de partidos para caracterizar la actividad política en los países democráticos, que en un sentido más amplio y relativo a la sociedad, eran tildados de Estados sociales y democráticos de derecho. Ello suponía, al mismo tiempo, la consolidación de la concepción positiva sobre la democracia de partidos y el Estado de partidos que ya se dio en la época de Weimar. En esta visión optimista, a su vez, se situaría García-Pelayo, aunque, como veremos más adelante, siendo consciente de los límites necesarios que la Constitución debe marcar al protagonismo de los partidos políticos en el Estado actual, para corregir sus desviaciones. Sin embargo, en mi opinión, la primacía de los partidos políticos termina cautivando el poder y negando expresamente la independencia política, bloqueando, a su vez, el acceso de la sociedad civil a los órganos de poder. Al considerar dicha posibilidad como una alternativa situada al margen del sistema político mismo, al que se identifica con la representación democrática partidista. Y, por tanto, podríamos afirmar que las reticencias hacia los partidos políticos de Carl Schmitt y otros pensadores de Weimar han terminado confirmándose en nuestros días, al pasar los partidos en el poder a dominar sus propios límites constitucionales y sustituir el mandato representativo por un imperativo de partido, haciendo más evidente el sentido negativo del concepto de Estado de partidos.

 

2.     LOS PARTIDOS POLÍTICOS ENTRE EL ESTADO Y LA SOCIEDAD

Para García-Pelayo Estado y sociedad constituyen los elementos dialécticos del sistema político en toda época. Si en la Antigüedad y en la Edad Media el orden político estaba sometido al orden social, con la aparición del Estado moderno es la sociedad la que queda sometida al poder político, hasta el siglo XVIII, en el que las revoluciones  tratan de recuperar la independencia de la sociedad frente al Estado.

 

Es el momento en el que aparecen los partidos políticos en Inglaterra y en Francia. Partidos de notables o de cuadros surgidos desde el faccionalismo parlamentario. Estos darán paso en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX,  a los partidos de masas, que, de acuerdo con García-Pelayo, surgen como condición del acceso a la participación política de grandes masas provocada por la aplicación de las medidas democráticas. De este modo, se empiezan a organizar los partidos políticos, a través de los cuales se irá canalizando la representación política. Ello pretendía, a su vez, articular el pluralismo democrático. Así, dice García-Pelayo: “El desarrollo democrático exigía la conversión del constitucionalismo en parlamentarismo, sistema que al conexionarse con las nuevas estructuras y exigencias de la sociedad conducía inexorablemente a una fuerte presencia de los partidos en las orientaciones y decisiones del Estado.”  (1996a: 22).

 Sin embargo, la articulación de los partidos políticos a la estructura del Estado fue una cuestión planteada sobre todo en Alemania a mediados del siglo XIX. Allí se daban los elementos tanto teóricos como prácticos necesarios para su discusión. Por una parte una teoría del Estado como disciplina científica y la fuerte tensión entre el orden monárquico burocrático y el elemento parlamentario. Así como la conciencia de separación entre Estado y sociedad que pensadores como Hegel, von Stein o Marx entre otros habían tratado de aclarar (García-Pelayo, 1996a: 14).

 En el siglo XIX, los partidos políticos fueron observados de un modo negativo, especialmente en Alemania, donde se les consideraba como facciones que ponían en peligro el orden constitucional establecido. Todo ese siglo está recorrido por el enfrentamiento entre el orden constitucional, representado por el monarca y su burocracia, y el orden parlamentario, en el que los partidos trataban de ganar protagonismo. Así ocurre en Francia y de un modo más evidente en Alemania, y solo Inglaterra había resuelto tempranamente, en el siglo XVIII, el problema de la articulación en favor de la preeminencia del Parlamento sobre la Corona (Matas Dalmases, 2007: 345). La menor intensidad del rechazo de los partidos políticos en Inglaterra y en Francia se debió, de acuerdo con Otto Hintze, a que en estos países no había una clara separación entre Estado y sociedad, como sí ocurría en Alemania. Dicho, de otro modo, en Francia e Inglaterra la sociedad política había desplazado al Estado, conformándose éste como un mero subsistema, mientras que en Alemania el Estado se mantenía como el principal agente político, enfrentado y separado de la sociedad. Por otra parte, en Francia e Inglaterra se trataba de auténticos partidos con vocación de representación política, mientras que en Alemania eran más bien grupos confesionales o de interés socio-económico.

 Durante el siglo XX, la relación entre Estado y sociedad ha culminado con el carácter híbrido que supone la estatización de la sociedad y la socialización del Estado, después de superado el totalitarismo, que rendía la sociedad al Estado a través del dominio de ambos a manos del partido único. En esa relación dialéctica actual Estado-sociedad los partidos políticos han jugado, como partidos electorales o catch-all-parties, y siguen haciéndolo, como partidos carteles, un papel fundamental, tanto en el marco de la democracia de partidos, dada desde los años sesenta hasta los ochenta, como, desde entonces hasta hoy, en el de la democracia de audiencia (Manin, 2008: 267). Un papel que, de acuerdo con García-Pelayo, se concreta en que son los principales movilizadores de la participación política y canalizadores de la representación, inducen demandas y generan actitudes políticas en los ciudadanos, definen y seleccionan tales demandas mediante los staffs que ellos mismos forman; proveen a los electores de la información necesaria para comprender los problemas nacionales; proponen a los electores candidatos que conformarán las élites gobernantes en caso de ser elegidos; ofrecen a las demandas ciudadanas su capacidad organizativa para intentar darle respuestas.  

 Para García-Pelayo, los partidos se muestran, ante todo, como una etapa de la integración del pueblo en el Estado. Lo cual es un proceso que se compone de varios momentos (García-Pelayo, 2009a: 2525):

a)      El pueblo que es una realidad histórico-social, cuando es demasiado grande para la democracia directa, se muestra incapaz de tener presencia política, es decir, de tomar decisiones políticas, pero como el pueblo es el titular de la soberanía es preciso encontrar un método mediante el cual adquiera presencia política y este método es la representación. Con ella se hace jurídicamente presente, o capaz de actuación. “La función  de los partidos en una democracia organizada es asumir la representación de los intereses y criterios del pueblo (García-Pelayo, 2009a: 2526).

 

b)      Los partidos constituyen el momento intermedio del proceso integrador. A través de la lucha política frente a otros partidos, actualizan políticamente a la sociedad, la política es por naturaleza polémica, aunque la lucha puede ser agonal, sujeta a reglas como el sufragio, o puede ser existencial y sin reglas como la revolución. Los partidos tienen la función de abrir una vía de acceso desde la sociedad hasta el Estado.

 

c)      El momento superior de este proceso integrador es el Estado mismo, en el que la sociedad políticamente amorfa y dispersa, ya canalizada a través de las configuraciones parciales de los partidos, alcanza su plenitud.

 Ese carácter intermedio entre Estado y sociedad les ha convertido en los verdaderos protagonistas de la vida política en la actualidad, escapando a la regulación constitucional dada a las instancias estatales, con lo cual deslegitiman a la propia democracia; siendo, a su vez, rechazados por la ciudadanía como elementos extraños al orden social.

 La masificación social y la complejidad organizativa alcanzada en el mundo contemporáneo han desplazado a los individuos a posiciones dentro de los grupos, de los que se ha solicitado una estructuración igualmente compleja, que fuera capaz de enfrentar y resolver o, al menos, reducir los problemas planteados. Lo cierto es que ninguna otra organización o asociación, ni sindical, ni económica, ni social o cultural, ha sido capaz de ocupar ese lugar intermedio desde el que se desarrolla la actividad política en nuestros días.

 La pluralidad ideológica y social de la sociedades actuales ha encontrado en el pluralismo de partidos políticos un magnifico instrumento para su expresión. Sin embargo, dicha pluralidad social también ha sido alimentada por los partidos políticos, a veces de un modo tan radical que, como mantenía Carl Schmitt, los partidos ponen en peligro la unidad estatal al sustituir la lealtad hacia el Estado y la Constitución por una lealtad partidista. Como decía García-Pelayo de los partidos políticos: “operan como political enterprises que, al igual que cualquier empresa, tratan de maximizar sus beneficios satisfaciendo, de un lado, las demandas ya existentes en ciertos sectores de la sociedad y, de otro, creando artificialmente demandas seguidas de la oferta de satisfacerlas a fin de acrecer sus beneficios en el mercado electoral en una coyuntura dada.” (1996a: 78).

 No obstante, su actividad como political entreprises es compatible con un núcleo ideológico, desde el que se deberían establecer las soluciones programáticas a las demandas ciudadanas y a los problemas comunes planteados en el país. Cuando los elementos ideológicos, la perspectiva del interés común de las cuestiones, las opiniones y demandas ciudadanas pasan a un segundo plano, sirviendo los partidos en competencia a intereses particulares de partido, se pervierte la democracia. Del mismo modo que cuando la ideología toma un papel central, tratando de ser impuesta a la fuerza, como justificación de tales intereses partidistas. Es decir, cuando el equilibrio entre ideología, como principios valorativos y orientadores de la decisión política, y la efectividad en la solución de los problemas se quiebra, para servir exclusivamente a intereses particulares, electorales o económicos, de partido. Para García-Pelayo: “Un Gobierno responsable, no tanto en el sentido jurídico constitucional de la palabra, cuanto en su sentido político, es un Gobierno que ha de operar teniendo en cuenta no solo las convicciones o formulaciones ideológicas, sino ante todo, las consecuencias previsibles de su acción, lo que puede implicar la adaptación o rectificación de su propio programa, si de su aplicación se siguen consecuencias indeseables e imprevistas, sea para la globalidad de la sociedad y del Estado, sea incluso para la satisfacción de las demandas incluidas en el propio programa.” (1996a: 105).

 Ahora bien, ello supone no perder de vista el interés común, algo muy diferente de tratar de revestir con el ropaje del interés común los intereses particulares. Recordando a Max Weber, se trataría de establecer un equilibrio entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad, como medio que sujeta la acción de gobierno al estado constitucional, sin perder en efectividad, pero impidiendo que el partido en el poder pueda desarrollar una política dirigida a perpetuarse en el poder, es decir, no pueda utilizar al Gobierno como instrumento de una determinada política interesada, ni identificar al partido con el Estado, eliminando así el pluralismo democrático. La Constitución debe ser el límite que imposibilita los excesos de la convicción y los de la responsabilidad.  Sin embargo, como dice García-Pelayo: “A partir de un cierto momento de su desarrollo las organizaciones se muestran más interesadas en su pervivencia y crecimiento que en la realización de los valores o en la consecución de los fines para los que en su idea fueron creados, de modo que si es necesario se procede a su adaptación o a la mutación fáctica de tales fines o valores.” (1996a: 79).

 Esa desvalorización de la política a favor de la organización o esa instrumentalización de las ideologías para servir a intereses partidistas producen el paso de la democracia de partidos al Estado de partidos en sentido negativo. Lo cual en su caso extremo se convierte en el antagonismo radical, irreductible mediante las reglas de juego democrático constitucionales, que ya no se respetan por los  partidos totalitarios que han aparecido en escena y que se disponen a tomar el poder por la fuerza o hacen uso de la misma una vez instalados en el mismo, y todo ello es la antesala del Estado totalitario, a veces precedida de la guerra civil.  

Los partidos se han convertido hoy en elementos insustituibles en la tarea de movilización política de la sociedad y en la de ofrecer soluciones a los órganos gobernantes respecto de las demandas ciudadanas. Pero, el sometimiento de dichas soluciones y demandas a los objetivos, intereses y disciplina de los partidos transforma la finalidad para la que fueron creados: representar e integrar los intereses de los ciudadanos en la voluntad nacional, convirtiéndolos en organizaciones cerradas, elitistas y oligárquicas, como ya mostraron Ostrogorski y Michels, en pugna por las cuotas de poder, que permiten dar respuesta no a las demandas ciudadanas sino a las de los propios partidos. Y aquí observamos la sustitución de la democracia representativa por la representación de los intereses del partido.

 En conclusión, fue el proceso de democratización pluralista el que permitió la aparición  y protagonismo de los partidos políticos en la escena política de finales del siglo XIX y comienzos del XX, interrumpido por el Estado totalitario y la Segunda Guerra Mundial, la posguerra supuso la consolidación de las organizaciones partidistas por los motivos antes apuntados. Es decir, si los partidos políticos sirvieron para impulsar el dinamismo que  la sociedad civil dio al Estado, hoy han pasado a constituirse en elementos que bloquean dicho dinamismo social cuando se encuentran asentados en el poder, porque el Estado se ha desustancializado, los órganos jurídico-políticos estatales —desde el gobierno hasta los tribunales, pasando por las cámaras legislativas— se han convertido en cáscara vacía, en la que la voluntad nacional ha sido sustituida por la voluntad de partido, establecida unilateral o consensuadamente (García-Pelayo, 1996a: 90-91). Ello supone, en palabras de García-Pelayo: “la transustancialización de la voluntad de partidos en voluntad del Estado” (1996a: 88). El sistema de partidos ha pasado a dominar a la estructura jurídico-política del Estado, rompiendo el equilibrio entre los subsistemas social y político, por un lado, y entre el político y el estatal, por otro. La separación de la ciudadanía y del Estado sería muestra de ello, conformada en el sentimiento de irrelevancia que las acciones políticas de los ciudadanos tienen respecto de las decisiones gubernamentales. La desaparición de la línea que separaba las esferas del Estado y la Sociedad, característica del siglo XX, parece, por momentos, volver a delinearse con el resurgimiento de la sociedad civil frente al Estado ocupado por los partidos. Lógicamente, dicha ocupación no lo es de un modo ilimitado, en la medida en que la Constitución constituye un límite a la acción del gobierno y es respetada y consensuada por la mayor parte de las fuerzas políticas, siendo su reforma o sustitución acordadas en el mismo sentido señalado. La Constitución constituye para García-Pelayo el proyecto de vida política de un pueblo, cuando ha sido elegido por el mismo y, en este sentido, debe ser entendido como la medida de la legalidad y, por ende, de la legitimidad para la acción de los actores políticos (García-Pelayo, 1996a: 118).  Pero, desgraciadamente, lo que observamos es un avance del dominio de los partidos sobre las instituciones, que en ciertos países ha facilitado el ataque a los principios democráticos, por la vía de sustituir la Constitución por otra adaptada a los intereses del partido en el poder. De esta posible perversa intensificación del Estado de partidos tampoco están libres aquellos países que, en principio, se atienen a los principios democrático-constitucionales.

 

 

3.                PARTIDOS POLÍTICOS Y GRUPOS DE PRESIÓN

 

El poder político formalmente reside en el Gobierno, pero efectivamente se halla disperso entre diferentes organizaciones, cada una de las cuales acumula una cuota de poder mediante la cual trata de hacer valer sus intereses en el juego de las decisiones políticas. En primer lugar, el poder gubernativo y parlamentario ha pasado a residir en los partidos políticos, que mediante su disciplina dominan, cuando poseen mayoría parlamentaria, las Cámaras  y el Gobierno, e, incluso, al poder judicial; aunque en este último caso existen diferencias entre países, lo cual se encuentra determinado por la independencia que se le otorgue a dicho poder en virtud de la propia estructura estatal. En el Estado social se da una mayor preeminencia del Gobierno sobre el Parlamento, no sólo respecto de la decisión política sino también en cuanto a la tarea legislativa. Ello viene impuesto por la inmediatez de la dinámica político-social, es decir, por la necesidad de legislar con rapidez y sobre un gran número de materias con eficacia, lo cual, sólo está en manos del Ejecutivo y de su aparato administrativo; por la necesidad de identificar a los responsables de la medida aplicada; y, por el carácter técnico de la mayor parte de este tipo de legislación.  

 Los partidos políticos son los principales actores del universo político, pero, en segundo lugar, junto a los partidos existen numerosas organizaciones empresariales, sindicales, comerciales, financieras, movimientos sociales, etc., nacionales y transnacionales, a lo que sumaríamos otros gobiernos e instituciones políticas internacionales, que actúan como grupos de presión; los cuales mantienen una relación dialéctica con aquellos. Así, a veces, reciben la influencia de los partidos en forma de consulta que busca el consentimiento, otras veces, ejercen coerción sobre el poder político gubernativo, parlamentario o administrativo. Tal es la importancia adquirida por los grupos de presión que, en Estados Unidos conscientes de su papel político, se ha procedido a su regulación jurídica. En tercer lugar, se produce un desplazamiento de poder desde los órganos jurídico-políticos a ciertos grupos de especialistas que forman parte de la Administración, o trabajan puntualmente para ella en función del problema a resolver. En todo caso, la acumulación de poder en el complejo de subsistemas que constituye la Administración es creciente, con la peculiaridad de que entran en concurrencia respecto de la influencia sobre los centros de decisión política, resultando muy difícil su control por los órganos políticos. En este sentido, afirma nuestro autor: “En un Estado democrático desarrollado la decisión política es el resultado del triple juego del poder público investido en los representantes y en el equipo gobernante, de la auctoritas que éste reconoce a los funcionarios competentes y eventualmente a ciertas personalidades, y de la influencia que puedan ejercer los grupos de presión, y otros partidos o los miembros de otros partidos al margen del poder.” (García-Pelayo, 2009b: 2648).

La influencia de los grupos de presión es realmente importante a través de los vínculos establecidos con los partidos políticos, que se concretan en la ayuda financiera y técnica que los grupos de interés prestan a los partidos políticos; ciertos candidatos políticos provienen de tales organizaciones de interés; ciertos políticos son incorporados a tales organizaciones cuando abandonan su tarea política; los partidos incorporan demandas de los grupos de presión, pero, a veces, incluso defienden abiertamente intereses concretos de tales organizaciones, que pueden chocar con los intereses generales defendidos en el partido y, por supuesto, con los intereses comunes de la sociedad.

 Hasta cierto punto, podemos decir que los partidos políticos a medida que han desarrollado su carácter organizacional se han estructurado como grupos de presión, que buscan sus propios intereses y marcan sus objetivos particulares, haciendo de la política el instrumento para la consecución de los mismos.

 En definitiva, García-Pelayo considera que existen tres grandes círculos de poder: el primero, constituido por el Estado (incluyendo tanto los órganos políticos y judiciales como los administrativos) y los partidos políticos en el poder; el segundo, compuesto por los partidos políticos capaces de influir o controlar sobre las decisiones estatales y las grandes organizaciones con acceso permanente a los centros decisores; el tercero, integrado por pequeñas organizaciones capaces de reaccionar más que desarrollar con eficacia una política programada frente a la acción estatal. En este sentido, pues, el sistema político no queda limitado al Estado, sino que constituye un subsistema de aquel.

 

 

4.                CONCLUSIONES

 

 No es fácil retrotraer el estado de cosas que aquí dibujamos a formas que profundicen en el desarrollo ético de la democracia, porque, como señala García-Pelayo, a excepción de ciertas zonas de neutralidad de la Administración exentas del dominio de los partidos políticos por su elevado carácter técnico, los límites constitucionales y los representados por la labor de los tribunales, las leyes son elaboradas por el Gobierno y el Parlamento, controlados por los partidos políticos en competencia, influidos por los intereses particulares de los diferentes grupos y organizaciones sociales, pero muy alejadas de la decisión ciudadana.

 La evolución de la democracia a lo largo del siglo XX ha supuesto la extensión de derechos fundamentales cada vez a un mayor número de individuos, pero más allá de un pluralismo democrático y, por tanto, limitado, se ha alimentado un pluralismo mitificado per se, el cual ha traído de la mano una diversificación de intereses particulares, que se han colocado por encima de los elementos mínimos de justicia, más enraizados estos últimos en las necesidades de las comunidades humanas. El discurso mediático del carácter único de cada individuo, la adulación del liderazgo o del emprendedor son ejemplos de ello. Sin embargo, aunque operen en grupos y organizaciones se ha fortalecido la perspectiva del triunfo como resultado de la consecución de fines, observados como exclusivamente personales, en lugar de comunes. Tal pluralidad de intereses ha conformado una sociedad en la que la política se va constituyendo en un juego de suma cero, que la mayor parte de las veces beneficia a unos pocos en detrimento de la mayoría o viceversa, mediante la aprobación, no obstante, de leyes que estructuran la convivencia y tienen repercusiones para la vida de las personas, pero sobre cuya decisión la influencia de los ciudadanos es limitadísima.

 Así, o bien su sustitución revolucionaria por algún tipo de democracia directa, lo cual encierra profundas dificultades técnicas, carencias relativas a la  organización necesaria para solucionar problemas complejos y conlleva evidentes peligros referentes a la imposición y dominio de unas voluntades por otras. De hecho, la eliminación de los partidos políticos ha traído a lo largo del siglo XX, el asalto al poder por el partido único o la toma del mismo por las fuerzas militares. O bien, la transformación de los propios partidos políticos en asociaciones abiertas a la participación ciudadana deliberativa, a los problemas sociales y a la traslación de los mismos al ámbito de la decisión política, recuperando una función que los partidos han ido perdiendo paulatinamente en las últimas décadas a favor del mercadeo político de intereses económicos y personales de miembros de las élites de los grupos de interés y de los mismos partidos. Pero, en este sentido resulta esencial el quedar sujetos a los límites que la democracia representativa impone a través de los principios constitucionales, ampliamente consensuados, que no convertidos en valores antidemocráticos. En la línea iniciada por Alemania, que no se ha limitado a constitucionalizar a los partidos, sino que ha establecido  una legislación estricta para que las fuerzas políticas se atengan a los principios democráticos, tanto en su relación con los órganos jurídico-políticos del Estado como en su funcionamiento interno. Surge inmediatamente la cuestión de la vulnerabilidad de la libertad de los partidos políticos, pero el ejercicio de la libertad de los militantes y de los ciudadanos, en general, requiere del establecimiento de ciertos límites a la libertad de los partidos, porque de otro modo se generan desigualdades que son tan antidemocráticas como la anulación de la libertad misma. En este caso, la limitación de la libertad general, constituye la posibilidad del ejercicio de la libertad por parte de cada uno de los componentes del partido o, en su caso, de la sociedad.

 Ello requeriría de la independencia de los órganos políticos y, sobre todo, de los jurídicos respecto de los partidos políticos, y de la vinculación del representante con los electores y miembros del partido a través de este último, que no mediatizado por el mismo, como ocurre en la actualidad. Dicho más claramente, se debe profundizar en la democratización de los partidos políticos y de las organizaciones de interés, en la medida en que constituyen restos autocráticos que condicionan la democracia actual, y ello resulta esencial porque su papel en la política democrática hoy por hoy es fundamental. Porque como dice García-Pelayo: “la democracia intrapartidista es también un requisito funcional para que los partidos cumplan su función de ser la vía de ascenso de la sociedad o del pueblo hacia el Estado, lo que solo es posible  si las direcciones de los partidos permanecen vinculadas a sus bases sociales…” (1996a: 62).

 No hay otra vía que disciplinar a los protagonistas de la política mediante la regulación jurídica de su actividad, de acuerdo a la Constitución, estableciendo límites al sectarismo, a las conductas antidemocráticas y a los intereses particulares, en favor del interés común, del que el Estado debe ser expresión, como culminación del proyecto político de un pueblo. El Estado no es un fin en sí mismo como pensaba Hegel, sino el medio que resuelve los problemas que a todos nos afectan, de ahí que no se pueda instrumentalizar en un sentido contrario al significado que ya de por sí tiene respecto al fin democrático al que se encuentra vinculado. Por todo ello, mantenía García-Pelayo, refiriéndose a los partidos políticos: “Respecto a su orden interno, cabe afirmar que a una organización que tiene tanta importancia en la vida colectiva no se la puede dejar una libertad ilimitada de asociación, y que parece contradictorio otorgar a los partidos derechos jurídico-políticos sin establecer jurídicamente sus obligaciones políticas.” (1996a: 36-37).

 Dicha recuperación del Estado y de su sentido jurídico, como marco legítimo de la actividad política representativa de nuestro tiempo es fundamentalmente la que defiende García-Pelayo, convencido de que produciría estadistas y no meros políticos, capaces de dirigir las riendas del Estado con mano firme para solventar los problemas planteados, desde el escrupuloso respeto a los principios democráticos.  

 No obstante, en nuestra opinión, establecidos tales límites jurídicos a la pluralidad relativista de intereses fácticos, cuyo resultado es la protección de los derechos fundamentales, el medio de la actividad política no puede seguir siendo la imposición, sino se debe recuperar el sentido cooperativo y dialógico que la solución de problemas complejos requiere. Tales son los de la política contemporánea. Es decir, el consenso ético como acuerdo de principios de una comunidad y como método en la toma de decisiones, contraria esta última a la toma autoritaria y unilateral de decisiones, pero también a la mera regla de mayoría. Aunque ello requeriría recuperar la voluntad de integrar los intereses particulares en voluntad de Estado. Es decir, relativizar los posicionamientos ideológicos extremos y los intereses particulares, en alguna forma de garantismo consociativo y pragmático, que quizás necesite completarse con lo mejor del comunitarismo, es decir, las virtudes cívicas democráticas. Recuperar esa concepción de la política como bien público en detrimento del carácter de contrato electoral privado que hoy prevalece, para crear la circunstancia más adecuada a los ciudadanos, es decir, para permitirles realizar su vocación personal en la medida de lo posible. Esto no es solo cuestión de buena voluntad, también lo es de efectividad, pero, sobre todo, exige un cambio de mentalidad en los políticos y en la ciudadanía en general, respecto a lo que la política y el Estado significan. Lo cual, siendo realistas, y de acuerdo con las limitaciones del consenso a problemas meramente puntuales, como García-Pelayo nos enseñó, es una tarea muy complicada en una sociedad marcada por el individualismo posesivo y el egocentrismo como criterio de la acción, desarrollados ambos en el seno de organizaciones en competencia por los recursos y las metas.

  En resumen, en el sentido ya apuntado de vuelta al Estado como bien público, que también defendía García-Pelayo, preconizamos la recuperación del Estado en el marco del sistema político, dominado hoy por el sistema económico. Estado al que siempre se invoca cuando la crisis económica golpea. Así ocurrió en 1929 con la caída de la Bolsa de Nueva York, en los años setenta del siglo pasado con la crisis del petróleo y, actualmente, cuando atravesamos una crisis financiera que está haciendo añicos el bello sueño del trabajo estable, pero al que descuidamos cuando la amenaza económica da tregua. Y ello a pesar de haber constatado una y otra vez en la historia la paradoja de la que nos da cuenta el sociólogo británico Colin Crouch: “Se puede afirmar en lo que constituye una paradoja muy habitual en la historia económica del capitalismo que aunque la teoría prescribe la búsqueda de mercados casi perfectos, en la práctica la liberalización comercial sin la oportuna regulación no promueve más que los intereses de las grandes empresas y da lugar a oligopolios en lugar de mercados libres.”(2004: 147).

 Parece que las oligarquías prosperan en todos los ámbitos sociales cuando la libertad no se regula, y el ámbito de los partidos políticos no constituye ninguna excepción al respecto.

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

 CROUCH, Colin (2004): Posdemocracia, Madrid, Taurus.

 GARCÍA-PELAYO, Manuel (1996a): El Estado de partidos, Madrid, Alianza Editorial.

    (1996b) Las transformaciones del Estado contemporáneo, Madrid, Alianza Editorial.

     (2000): Derecho Constitucional Comparado, Madrid, Alianza Editorial.

    (2009a): “Sobre los partidos políticos”, en Obras Completas, vol. 3, Madrid, CEPC, págs. 2523-2532.

    (2009b): “Tipología de las estructuras sociopolíticas”, en Obras Completas, vol. 3,  Madrid, CEPC, págs. 2601-2650.

    (2009d): “Teoría de la Constitución”, en Obras Completas, vol. 3, Madrid, CEPC, págs. 3213-3216.

KELSEN, Hans (2002): Esencia y valor de la democracia, Granada, Comares.

MANIN, Bernard (2008): Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza Editorial.

MATAS DALMASES, Jordi (2007): “Los partidos políticos y los sistemas de partidos”, en CAMINAL BADIA, Miquel, editor: Manual de Ciencia Política, Madrid, Técnos, págs. 342-368.

 

 TOMÁS Y VALIENTE, Francisco (1987): “Democracia y estado de partidos: sobre El Estado de partidos de Manuel García-Pelayo”, Saber Leer, nº 6, págs. 1-2.

 

 

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