Heidegger y la crisis de la modernidad política
Alejandro Escudero Pérez (UNED)versión actualizada en diciembre de 2017
Introducción
Simplificando un panorama sin duda denso y complejo cabe afirmar que la modernidad política alberga y da cauce a una forma de gobierno legítima -la democracia representativa- y dos formas de gobierno ilegítimas -los totalitarismos fascista o nacionalsocialista y el totalitarismo comunista o el “socialismo real”. Entre estas formas políticas hay tanto exclusión mutua como una gradación y, también, unas peculiares interconexiones1.
El siglo XX está atravesado, en el campo político, por la irrupción de dos formas de totalitarismo. El totalitarismo es un fenómeno político moderno en el que cuaja una extinción de la política por medios políticos (aunque sea, siempre, bajo el imperio fines prepolíticos o extrapolíticos).
Sobre este asunto comenzaremos apuntando dos tesis:
El totalitarismo no fue definitivamente derrotado tras la II Guerra Mundial.
El totalitarismo puede retornar (es cierto que si vuelve lo hará transfigurado y, como ya sucedió en el pasado, lo hará, de nuevo, por “vías democráticas”); y es esto lo más inquietante respecto al futuro próximo.
Sobre el retorno de este fenómeno formularemos la siguiente hipótesis: cuando sistemáticamente -desde distintas instancias- en la encrucijada de la actualidad se obturan y sepultan las alternativas que desde una evaluación racional parecen mejores, entonces, la balanza terminará inclinándose hacia las peores. Un ejemplo: el contraste entre el camelo de la “economía sostenible” -un señuelo que dice: “no pasa nada, todo va muy bien, sigamos como hasta ahora”- y el denominado “decrecentismo” (sobre este grave problema remitimos a dos libros de Carlos Taibo: ¿Por qué el decrecimiento? y Colapso -en este último se analiza, por cierto, una forma de totalitarismo denominada “ecofascismo”, un totalitarismo que puede imponerse cuando se agudice próximamente la crisis ecológica)2.
Pues bien, respecto al conjunto de problemas que encierra la política moderna -para meditarlos desde un ángulo filosófico- Heidegger nos permite aprender algo relevante. Así lo expresa Otto Pöggeler: «Cualquiera que haya sido la situación pasada, cuando hablamos de la relación de Heidegger con la política, tenemos que procurar aprender algo para nuestra actual situación a partir de las vías y los errores de Heidegger» (Filosofía y política en M. Heidegger, ed. Coyacán, 2005, página 100). Y remacha Arturo Leyte: «Lo más decisivo de Heidegger en relación con lo político tiene que proceder de su propio trabajo filosófico y no de su papel público, aunque este último lo escenificara bajo la figura y la imagen de “filósofo”» (Heidegger, ed. Alianza, 2005, página 328).
La exposición tendrá dos partes, en la primera nos fijaremos en Heidegger en los años treinta del siglo XX, en la estela, por mencionar un hito filosófico, de Ser y tiempo; en la segunda parte acudiremos al Heidegger de los años cuarenta en adelante, ya en la senda filosófica iniciada por Contribuciones a la filosofía (del acontecimiento).
1. Heidegger y la política nacionalsocialista
El innegable vínculo de Heidegger con el nacionalsocialismo es un asunto recurrente; aunque, en general, sólo se lo trae a colación con el objetivo de estigmatizar a los lectores de Heidegger e impedir su recepción (pues se entiende, con razón, creo, que es un pensador “peligroso” -porque se atrevió a pensar más acá del dogma moderno según el cual el sujeto humano racional es el fundamento del mundo). El tema, ciertamente, es poliédrico, contiene muchas aristas. Aquí diremos sobre él sólo unas pocas cosas (intentando, eso sí, subrayar únicamente lo que nos parece central).
Heidegger fue Rector de la Universidad de Friburgo entre 1933 y 1934 (y desde la cima de esa institución apoyó al gobierno nacionalsocialista). El “Discurso del Rectorado” -leído en la toma de posesión del cargo- esboza una reforma universitaria “acorde” -presuntamente- con el proyecto político del nacionalsocialismo. Pero su propuesta fue absolutamente ignorada por las instancias políticas interpeladas. En general, el trayecto de Heidegger pasó de la esperanza inicial en el nuevo gobierno hasta la decepción final (y la dimisión del cargo en 1934 es el primer indicio de este trayecto; hay otros salpicados aquí y allá)3.
Con el fin de ofrecer un balance de este triste y terrible episodio, una sombra que acompañará siempre a Heidegger, vamos a acudir a tres textos:
Dice Walter Biemel en una entrevista: «Es manifiesto que en 1933 Heidegger tuvo la ilusión de que venía una verdadera revolución. Recuérdese que había sido muy crítico con la situación en el tiempo de la República de Weimar. No cabe duda de que se dejó llevar, dando incluso conferencias que hoy nos resultan incomprensibles. El Discurso del Rectorado no fue, sin embargo, nacionalsocialista en el sentido corriente porque el núcleo del discurso lo constituye el concepto de alétheia. Teniendo todo esto en cuenta me parece que el libro de Farías es un intento de reducir a Heidegger al periodo entre abril de 1933 y febrero de 1934. O sea que no quiere conceder que Heidegger se distanció del nazismo. Cuando yo estuve estudiando con él hablaba de los nazis como de criminales. Pero lo peor en el libro de Farías es que no se ocupa de la obra de Heidegger. Lo mismo vale para el libro de Ott que se concentra en el distanciamiento de Heidegger del catolicismo y en su Discurso del Rectorado, sin entrar en lo verdaderamente decisivo: la obra escrita» (en Conmemorando a Heidegger, ed. Letra Viva, páginas 529-530).
Y Carla Cordua apunta con tino: «Los servicios directos que Heidegger prestó al partido nazi fueron de corta duración y es bastante claro que no se comprometió con todos los aspectos de su ideología. Él mismo, en sus lecciones de Introducción a la metafísica de 1935 contrasta la habladuría sobre “valores” y “totalidades” que “se ofrece hoy como filosofía del nacionalsocialismo” con “la interna verdad y grandeza de este movimiento”, la cual residiría, según él, en el encuentro del hombre moderno con la técnica de alcance planetario. Por otra parte, después de dejar la rectoría de Friburgo, Heidegger siguió militando en el partido y se abstuvo de manifestar públicamente su repudio a las políticas del gobierno. Sólo enunció algunas críticas desde la cátedra ante sus estudiantes y tuvo que soportar las correspondientes protestas y delaciones de los estudiantes nazis. En el partido, la adhesión relativamente condicionada de Heidegger y sus colaboradores académicos pronto despertó críticas y resistencia. Hubo denuncias de que Heidegger sustentaba una especie de “nacionalsocialismo privado” porque no conducía una política antisemita consistente y parecía no ser partidario de la conquista bélica de Europa y el mundo por Alemania. Después de haber renunciado a la rectoría de Friburgo Heidegger se retira de toda actividad política hasta el fin de sus días. Obviamente desilusionado, acaba comprendiendo que ha cometido un “error”, como le gusta llamarlo en declaraciones privadas, al creer que el nacionalsocialismo representaba una fuerza capaz de detener el avance del nihilismo y la ruina final de la civilización europea. Sin embargo, me parece que los efectos de su aventura política se dejan sentir tanto en su manera tardía de pensar como en el cambio de los temas filosóficos sobre los que escribe. Su obra, en efecto, se torna más recóndita, oscura y difícil de descifrar en sus alcances para los asuntos prácticos de la actualidad» (Filosofía a destiempo, ed. Ril, páginas 123-124)4.
Por su parte Otto Pöggeler subraya: «Es indiscutible que en el año 1933 Heidegger, como rector de la Universidad de Friburgo, apoyó claramente y con fatal influencia la “revolución” de aquel entonces. Naturalmente esto sucedió en un momento en el que no era claro, o al menos no lo era para todos, a dónde habría de conducir esta revolución. En los seis o siete años siguientes encontramos en Heidegger tanto inequívocas polémicas en contra del nacionalsocialismo como también manifestaciones que parecen indicar que Heidegger se consideraba, por lo menos, en una línea paralela al “movimiento” de aquella época» (Filosofía y política en M. Heidegger, op. cit., página 99).
En la combinación y el cruce de lo que se expone en estos tres textos hay claves relevantes para entender el “compromiso” de Heidegger con el proyecto político del nacionalsocialismo5.
Pero vayamos ahora con lo que me parece el meollo del tema (o sea, lo más difícil -y esto, de un modo inevitablemente simplificado). Se trata, como se dijo, de aprender algo relevante tanto del “compromiso” de Heidegger como, sobre todo, de su propuesta filosófica.
Trazaremos ahora, para continuar, cuatro pinceladas sobre el Nacionalsocialismo:
Surgió en medio del fracaso -un auténtico colapso multiorgánico- de la República de Weimar (sobre la ciénaga de una democracia esclerotizada e inerte creció el monstruo del totalitarismo nacionalsocialista).
El nacionalsocialismo es un fenómeno interno a la modernidad política (no es un accidente extrínseco; su raíz está en una peculiar hipertrofia del Estado); véase, por ejemplo, el capítulo tercero del libro de Carlos Taibo, En defensa del decrecimiento (sobre capitalismo, crisis y barbarie), ed. Catarata, 2009. Y esto -y debe preocuparnos- es lo que permite su retorno (es, dentro del mundo moderno, una opción real, sistémica, por así decirlo).
El nacionalsocialismo fue una combinación de varios factores: a) una mitología atávica (nacionalismo racial); b) tecnociencia de vanguardia (sobre todo militar, pero no sólo); c) una política del espectáculo (articulada sobre la estetización y la propaganda); estos factores, por cierto, no han desaparecido del campo político con el final de la II GM, aunque se hayan resignificado en otros contextos (el nacionalsocialismo fue pionero en muchas cosas que aún pululan por doquier en la “democracia liberal”).
Si intentamos entender en su raíz lo que se acaba de apuntar respecto a esta peculiar figura del totalitarismo moderno desde una óptica filosófica cabe acudir a Heidegger. En su núcleo el nacionalsocialismo es expresión de un voluntarismo nihilista arraigado en la moderna metafísica del sujeto. Algunos textos nos ayudan a precisar esta importante consideración con la que concluiremos el primer apartado:
Matiza, para empezar, Otto Pöggeler: «Pero Heidegger puede exigir, con razón, que cuando se hace referencia a las desgraciadas consecuencias de su compromiso político en 1933, se diga también lo que él hizo después de 1934 como profesor universitario para desenmascarar al nazismo y al totalitarismo. Sólo cuando se ve en su totalidad el camino que Heidegger recorriera se puede llevar a cabo una discusión con él» (op. cit., página 31).
Señala, por su parte, Félix Duque: «Su particular ajuste de cuentas con el nazismo está a la única altura que en un pensador cabe: a la altura del pensamiento mismo. Por eso no se conformó a la realidad nacionalsocialista ni se conformó con ella, sino que la combatió interiormente con las únicas armas de que disponía: no la crítica (que presupone un lugar seguro y ajeno desde el que juzgar) sino la localización (Erörterung): el desvelamiento del nacionalsocialismo como última y extrema aparición de la coyunda del subjetivismo moderno y del desarrollo científico-técnico, que llamamos Modernidad» (“Artemis y Cibeles. Raíces del pensamiento político de Heidegger”, página 148).
Y Arturo Leyte concluye: «Como consecuencia de esta profunda crítica heideggeriana a la historia de la metafísica se desprende, como hemos visto, con una lógica implacable, la necesidad de salir de la democracia, su máxima manifestación. Que durante algún tiempo Heidegger creyera -muy desafortunadamente- que la puerta de salida era el nacionalsocialismo (en la misma medida en que su pensamiento también le sacó de ese error al comprobar que el nacionalsocialismo no era más que otra manifestación, delirante, de la subjetividad moderna y, encima, de forma caricaturesca, subjetivista y antropocéntrica) no mengua para nada el incalculable alcance de su profunda y clarividente crítica a la democracia, que, entendámoslo de una vez, no es una crítica fascista, sino liberadora, porque intentó pensar la historia contemporánea fuera de la alienación más extrema, la que ha substituido la naturaleza (y la sociedad) por la industria, el bien por los bienes de consumo y al hombre por un enser en compraventa» (“La política en la historia de la filosofía de Heidegger”, en el libro colectivo Heidegger: la voz de tiempos sombríos, ed. Serbal, página 145).
Es esta consideración -compleja, relevante- de Arturo Leyte, en la que ha aparecido una palabra clave: “democracia”, la que nos abre el paso a la segunda parte de la exposición (aunque es importante resaltar que la mejor exposición que he encontrado sobre el nexo entre la metafísica moderna del sujeto y los totalitarismos se encuentra en el extraordinario libro de Jean-François Mattéi, La barbarie interior, ediciones del Sol, 2005)6.
Heidegger y el problema de la política moderna
Heidegger, es algo notorio, no escribió algo así como una “filosofía política”. Pöggeler lo explica así: «Heidegger -dentro del nuevo comienzo después del fracaso de Ser y tiempo- señaló insistentemente la vecindad entre filosofía y política, pero no analizó las tareas de la política en la forma genuina que lo había hecho con respecto a las tareas del arte. En ninguna parte muestra con detalle lo que realmente sucede en el ámbito político» (op. cit., página 52). Pero esto no significa que no haya en sus textos -desparramadas, por así decirlo- valiosas pistas, indicaciones que merece la pena destacar y, sobre todo, proseguir o prolongar (con él, pero más allá de él; o sea, sin ninguna ‘ortodoxia heideggeriana’: la fidelidad primera es -desde esas pistas y las rutas que ellas señalan- con los fenómenos, con las cosas mismas, esto es, con los problemas que definen nuestra actualidad). Y bien, ¿cuáles son esas pistas? Vayamos con ellas:
La modernidad está en una crisis radical (no sólo accidental, debida a desajustes pasajeros y coyunturales, etc.). Esa crisis, pues, debe ser reconocida, asumida, y afrontada en su raíz (se dibuja así la tarea contemporánea de una teoría crítica de la modernidad).
Es clave en la propuesta filosófica de Heidegger su crítica de la metafísica del fundamento. Esto, aplicado al terreno que pisamos aquí, significa: no hay un Fundamento de la Política (lo cual, por cierto, tiene un lado positivo, pero también negativo). Esto, además, implica redefinir el cometido de una filosofía política, la cual no está ya orientada -como lo ha estado en el pasado- a proveer al ámbito político de un Fundamento (un arché y un télos, etc.). Aquí encontramos, precisamente, el punto de partida de Hannah Arendt y, también, de buena parte de la mejor y más interesante filosofía política de la segunda mitad del siglo XX.
En su crucial meditación sobre el saber técnico Heidegger ha analizado el modo de ser de la tecnociencia en la modernidad tardía; para ello, entre otras cosas, ha pensado ese fenómeno bajo el hilo conductor del término “Gestell”. Pues bien, en éste se incluye -por subsunción- la esfera política. Es decir, Heidegger apunta -sin desarrollar el asunto- que la “democracia” -la forma política por excelencia del mundo moderno- ha terminado desembocando en una “tecnocracia” (y, por lo tanto, ha sufrido una decisiva des-politización). Sobre esto es importante volver otra vez con la perspicaz voz de Pöggeler:
«¿En dónde en la obra de Heidegger, en cuáles de sus razonamientos, han de buscarse los puntos de partida de una filosofía política? Reiteradamente uno se encuentra la opinión según la cual en Heidegger no es posible encontrar ningún punto de partida firme para la solución de los problemas que vinculan a la filosofía con la política o que representan la dimensión política del filosofar… Por lo tanto, el punto de partida de una filosofía política se encuentra en la obra de Heidegger en la cuestión acerca de la técnica, que luego fue ampliada hacia la cuestión del armazón impositivo (Gestell) y de la cuaternidad (Geviert)» (op. cit., páginas 35-36; Pöggeler expone esto también en la página 104).
Que la democracia actual sea -en gran medida- una tecnocracia es lo que explica la afirmación anteriormente citada de Arturo Leyte según la cual la democracia tiene que ser “superada” (habría que decir, con más precisión, enmendada, radicalizada, etc.)7. Heidegger apunta algo así -es cierto que lo hace de un modo indirecto, pero firme y claro- por ejemplo, en una carta a Jaspers de 1950 y, también, en la entrevista concedida a la publicación Der Spiegel:
«… la esfera de lo “político” desde hace mucho tiempo ha sido superada por otras esferas del ser y tan solo lleva una existencia aparente… en la actual falta de arraigo y estancia no sucede ya nada; aunque en ella se esconde un advenir cuyas lejanas señales quizá podemos captar» (8 de Abril de 1950, Heidegger/Jaspers Correspondencia (1920/1963), página 163, ed. Síntesis, 1990)8.
«… a lo largo de los últimos treinta años, se ha hecho cada vez más claro que el movimiento planetario de la técnica moderna es un poder cuya capacidad de determinar la historia apenas puede apreciarse. Hoy es para mí una cuestión decisiva cómo podría coordinarse un sistema político con la época técnica actual y cuál podría ser. No conozco respuesta a esta pregunta. No estoy convencido de que sea la democracia» (Der Spiegel, en editorial Tecnos)9.
Sobre la hoy imperante tecnocracia democrática (o democracia tecnocrática) únicamente cabe aquí trazar tres pinceladas (o tres brochazos): a) en ella los poderes fácticos urden sus tejemanejes en la sombra, fuera de la luz de la esfera pública; b) los mass media, por la doble vía de la estetización y la propaganda, se erigen en el poder principal; c) el fin de la esfera política, indiscutido, sustraído al debate ciudadano, es el consumo desenfrenado de mercancías. Y Heidegger ya se refirió con perspicacia a estos procesos cuando se estaban gestando o estaban emergiendo (hoy ya resultan a la vez tan “obvios” como, también, silenciados)10.
En esta coyuntura, ¿qué hacer filosóficamente (es decir, desde la esfera de la teoría y la razón crítica)?
Heidegger nos dice: sólo esto, preguntar, es decir: problematizar (nadie ha insistido tanto y con razón en este punto). Por lo tanto, desde sus coordenadas filosóficas se formula una pregunta muy precisa (una pregunta ontológica): “¿qué es la política y lo político (en medio del Gestell y bajo el juego del Geviert)?”11 Y para esta pregunta crucial tiene que buscarse allí donde se encuentre -y sin “ortodoxia heideggeriana” alguna- una respuesta.
Es importante, brevemente, insistir en lo que se acaba de afirmar. No basta en ningún caso -una vez reconocida la importancia del preguntar y del problematizar que es inherente a una pregunta bien planteada- regodearse en esta primera etapa o en este paso inicial. Así, es menester, siempre, buscar una respuesta a la pregunta, es decir, una solución al problema de partida. Heidegger -y nunca se subrayará esto lo suficiente- busca con ahínco una salida del nihilismo en el que ha desembocado la metafísica moderna en la fase terminal de la modernidad. Negar a priori que haya alguna salida al ocaso del mundo moderno -a su aporía, al callejón sin salida dibujado en su crisis- significa sucumbir a la mera desesperación, a una pura resignación, a un conformismo y un fatalismo contrario al cometido crítico del pensar filosófico. Así pues, en la encrucijada de la actualidad, se alza la tarea -enorme, fascinante- de buscar, allí donde se encuentre, lo mejor de lo posible. Y si, según el diagnóstico heideggeriano, la política está -en su ordinario acaecer contemporáneo- acogotada y comprimida por el Gestell (desde el que se traza la índole tecnocrática del gobierno democrático de los asuntos comunes), el propio ámbito de lo político puede ser descomprimido desde el Geviert, es decir, desde la simultanea articulación de cuatro factores -sobre la que recae la impronta de un Ereignis aún en ciernes-: el finito existir humano habitando en comunidad la tierra bajo el cielo -luminosamente diurno y estelarmente nocturno- de lo divino (es decir, de un concreto ideal de perfección o un canon de la razón)12.
Una última pista respecto a la pregunta que se acaba de formular o plantear (algo que explorar y prolongar en una indagación de la que pende el futuro de la política -o su ocaso en nuevas figuras del totalitarismo que hoy, dentro de Occidente, acechan por varios frentes).
La propuesta de Heidegger se articula como una compleja ontología del acontecimiento (en su segundo periodo se traza la equivalencia “ser: Ereignis”)13. Con perspicacia y lucidez ha escrito Patricio Peñalver al respecto: «… Heidegger interesa a la política de este final de siglo … por todo lo que en su pensamiento se refiere al tema enigmático del Ereignis» (“¿Era neutra la ontología fundamental?”, en el libro colectivo Heidegger: la voz de tiempos sombríos, página 105).
¿Qué es lo que, en estas coordenadas, entra en confrontación? Nada menos que una metafísica política del fundamento con una ontología política del acontecimiento. Jean-Luc Nancy formula este contraste en los siguientes términos: «La política en efecto es la técnica -ella es “arte” también, en el sentido antiguo de esta palabra, y singularmente “arte de gobernar”- cuyo fin consiste en el cuidado, el equilibrio, la estabilidad (il stato) de la existencia común de un grupo al cual no ha sido dado principio o fundamento de su ser común. Cuando un fundamento está dado, como en una teocracia o en una sociedad cuyas jerarquías, funciones, relaciones, son fijadas por un peso suficiente de tradición (sin duda siempre mitológico en último análisis) no se puede hablar rigurosamente de “política” ni, por lo tanto, de “ciudad”» (El arte hoy, ed. Prometeo, 2014, páginas 51-52). En la modernidad, como estamos indicando, ese fundamento ha sido el Sujeto (humano) en su esencia racional (tal y como, en la Edad Media, este fundamento se concentraba en la figura de “Dios”)14. Un breve apunte nos permitirá, a continuación, aclarar un poco más en qué se concreta el contraste que estamos tratando de subrayar.
Si hubiera -como ha sostenido el núcleo de la modernidad política (tanto en la concreción de sus instituciones como en la abstracción de sus teorías políticas)- un Sujeto racional universal que desde sí mismo, por sí mismo y para sí mismo, produjera (creara, fabricara, construyera) el Derecho Político del Estado no habría en el terreno político problema alguno: tendríamos un Fundamento firme y seguro que a priori definiría en su esencia eterna este ámbito de la experiencia y la comprensión del mundo; sobre ese Fundamento -identificándose con él- se sustentaría un Saber Absoluto anclado en un puro reino ideal independiente de su contingente realización histórica o su imperfecta especificación mundana. Sin embargo, postulando un Fundamento así se ha introducido, en primer lugar, en el ámbito de lo político un férreo dispositivo de clausura que decreta que la única política esencialmente racional es la Política del Estado de Derecho (sustentada, en el fondo, sobre la figura del individualismo posesivo y su libre voluntad de dominio)15. Además, en segundo lugar, este planteamiento -a la vez fundacionista y esencialista- se apoya en la combinación de dos modelos: el modelo “Sujeto → objeto” y el modelo de la “Producción” (la fabricación o construcción de algo siguiendo un concepto fijo y a priori ubicado en la interioridad de un sujeto idealmente omnisciente y omnipotente). Hay aquí, desde luego, mucho que precisar y matizar, pero Heidegger nos ha ayudado y enseñado a entender que esta articulación moderna de lo político es cualquier cosa menos algo obvio y evidente (a pesar de que se presenta a sí mismo como la pura e incuestionable “racionalidad”). Partiendo de Heidegger, por ejemplo, cabe formular preguntas como las siguientes: ¿no se sostiene esta metafísica política del fundamento -a pesar de su declarada “modernidad”- sobre una “traducción” de elementos de la teología cristiana monoteísta adaptados al postulado del “sujeto humano racional”? ¿la trama mencionada -a la vez teórica e institucional- no trasluce un idealismo mitológico que se sostiene sobre el cuento -el “Gran Relato”- de una Historia Universal en Progreso hacia un Fin en el que lo real será racional porque el Hombre se habrá emancipado? ¿no es este un mero ideal confuso, oscuro y abstracto desde el que se ejerce una “crítica” igualmente abstracta, confusa y oscura? ¿no será cierto que los sueños de la razón del Sujeto universal producen monstruos convirtiendo en un continuo ejercicio de dominación sobre la naturaleza y la sociedad una vaga y difusa promesa de liberación o una quimérica utopía emancipatoria tan hueca como contraproducente? Etc.
Desde una ontología del acontecimiento -es decir, de la diferencia, el límite y lo posible- puede emprenderse la enorme tarea de una filosofía política que arranca de la crisis y la encrucijada de la actualidad. Mencionaremos aquí sólo unos pocos textos que se mueven en esta fecunda dirección: Oliver Marchart, El pensamiento político posfundacional (la diferencia política en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau), ed. FCE, 2009; Política y acontecimiento, editores Miguel Vatter y Miguel Ruiz Stull, ed. FCE, 2011; Maurizio Lazzarato, Políticas del acontecimiento, ed. Tinta Limón, 2010; Abraham Rubín, Vivir el acontecimiento (aproximaciones desde el pensamiento contemporáneo), ed. USC, 2016. Además, la propuesta de Hannah Arendt ¿es, en serio, otra cosa que una lúcida ontología política del acontecimiento? (pues es a esto a lo que se apunta en los asuntos arendtianos de lo inicial, la natalidad, etc.)16; por otro lado, Arendt ha destapado un asunto tan complejo como decisivo -y que toca en corazón del contraste entre una metafísica política del fundamento y una ontología política del acontecimiento-: en la modernidad se ha intentado constantemente -en vano, pero con consecuencias- reducir por entero lo político a lo jurídico17; y revisar la concreta articulación entre ambos aspectos de la acción política en la esfera pública es una de las tareas concretas de esta orientación filosófica aún por desplegar en sus mejores potencialidades: ¿cómo se equilibran el principio democrático con el principio legal o jurídico sin que uno, al final, suprima o subordine al otro?
Se trata, en esta ontología política del acontecimiento, de preparar el advenir de otra política inédita (desde las posibilidades del pasado griego -en el que cuajó en medio de la Pólis un ágora bajo las coordenadas de la isonomía y la isegoría- hacia algo que aún carece de un perfil propio y nítido). No se parte, por cierto, de un abstracto rechazo de la democracia moderna, pues se busca aquí, ante todo, su profundización (contrarrestando precisamente la des-politización tecnocrática que se ha adueñado del ámbito de lo político)18. Y Heidegger, es, nos parece, un estímulo inicial para afrontar esta enorme y crucial dificultad. ¿Cómo formular, en concreto, las coordenadas del problema? Tal vez así: “una política del acontecimiento (de la diferencia, el límite y lo posible) cuaja en una democracia participativa en la que se profundiza en la anquilosada democracia representativa”. Esta es, nos parece, la dirección en la que nos parece oportuno explorar opciones en la encrucijada definida por la crisis de la política moderna.
Sea dicho para terminar este breve ensayo:
Desde la filosofía -hoy arrinconada por la tecnocracia-, desde el ejercicio tentativo de la razón crítica, toca hoy seguir resistiendo. Es decir (y en la estela de Heidegger): seguir pensando, seguir preguntando.
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Notas (apuntes complementarios)
Política totalitaria: poder absoluto del Estado, omnipotencia del Estado (el totalitarismo es una forma de fundamentalismo político; además es una supresión de la política con medios políticos -bajo fines prepolíticos o extrapolíticos).
Política del Fundamento (y fundamento de la política): una y sólo una política es posible, es decir: es racionalmente necesaria (lo cual: un puro dogmatismo); esto en la modernidad -Kant, Hegel, etc.- se traduce en el Derecho del Estado (y viceversa).
La democracia formal y representativa del liberalismo moderno: se ha trocado en una tecnocracia política (en la que los fines políticos aparecen sustraídos al debate, pues el único Fin es el beneficio económico de las grandes empresas, etc.). La tecnocracia (el régimen de la democracia liberal capitalista) es propiamente hablando una “demagogia”, es decir: un régimen político en el que hay un gobierno de la mayoría (expresada a través de la suma del voto individual) bajo el a priori de la prioridad de los intereses de una minoría (unos intereses privados, particulares, la acumulación de poder y dinero).
La política moderna se vertebra sobre el Derecho del Estado (sobre el Derecho Político plasmado en una Constitución concebida como la Ley Fundamental). Resulta así que lo jurídico es lo que atraviesa y sostiene de un lado a otro lo político mismo; lo jurídico, pues, es lo que cancela y clausura de un modo esencialista (apriórico) el campo de la acción política en la esfera pública, etc.
La forma política legítima dentro de los parámetros de la Modernidad -dentro de sus coordenadas- es la “democracia” (formal, representativa, etc.). Esto no significa, sin embargo, que esa forma de gobierno no esté atenazada por una serie de aporías que la socavan desde dentro circunscribiendo su crisis (la cual arranca, obviamente, por un complejo proceso de des-legitimación).
Nacionalsocialismo y nihilismo destructivo de la voluntad de voluntad de un sujeto absoluto.
La pregunta por el ser y el ámbito del saber político (de la comprensión política del ente): “¿qué es la política?”
“Ser” y “comprensión política del ente” (un ámbito del finito desocultarse del ente en obras políticas, por ejemplo, en un Estado y sus leyes, una sociedad civil y su espacio público, unos ciudadanos que interactúan, etc.). Ontología del acontecer (“ser”): diferencia; límite; posibilidad.
La autenticidad del existir (su ejercer las más excelsas de sus posibilidades) tiene uno de sus cauces propios en la participación en el espacio público (ágora) de la Ciudad en pos del bien común, o de fines políticos; esa participación en la acción política consiste en participar en un acaecer complejo en medio del cual se despliega una deliberación y una decisión o elección, un comenzar algo inédito que cuaja en una ley y un orden de los asuntos cívicos, etc.
Distinguir una política del acontecimiento (una política crítica -ni escéptica ni dogmática) de una política del Fundamento (dogmática). Según la primera hay en el centro de la Ciudad un espacio público (ágora) de inter-acción polémica en el que debate una comunidad plural en búsqueda del bien común, etc. La política del fundamento sostiene, en cambio, que una y sólo una política es racionalmente necesaria (hay, aquí, un tenaz dogmatismo -que en la modernidad se manifiesta como el Estado de Derecho emanado de un Sujeto racional único, etc.).
La democracia formal (procedimental) y representativa se ha convertido en una tecnocracia (autoritaria en su fondo); esto no significa tanto la ausencia de fines políticos como su constante substracción a la esfera pública y el debate ciudadano, etc. ¿Cuál es el fin, hoy, de la “política democrática”? Este fin, esta meta, tiene dos caras. En la cara explícita consiste en el crecimiento económico ilimitado (una expansión sin recesión proclamada bajo el señuelo del pleno empleo, la mejora del bienestar, etc.). La cara implícita del fin de la política tecnocrática es otra (pero es la más constante, la que aparece como “irrenunciable”): la acumulación de beneficios para una minoría (y lo sorprendente es que a través de los votos a los partidos políticos este fin, con sus dos caras, es aprobado por la mayoría social; un proceso en el cual el poder de los mass media resulta decisivo).
Persistente dogma moderno (dogma que cuaja en medio del nexo entre un fundamento y una esencia ubicadas, presuntamente, en el Sujeto racional concebido como el legislador autónomo, etc.): “no hay en absoluto una alternativa mejor a la democracia formal y representativa (y a su aliado, el sistema económico capitalista, a la economía del “libre mercado”, la economía que se da a sí mismo el sujeto autónomo)”. ¿Por qué -desde las coordenadas modernas- se sostiene algo así? Porque se da por obvio e indiscutible que esta forma de gobierno es la esencia universal de la política, siendo, así, lo políticamente necesario (¿y por qué es tal cosa? Porque es, se afirma, la expresión pura de la libre voluntad del sujeto humano racional). Ahora bien -y esto marca la crisis actual- empezamos a entender que este dogma es una falacia articulada desde una metafísica (política) del Fundamento (una falacia, eso sí, enormemente eficaz a la hora, precisamente, de neutralizar de antemano cualquier alternativa).
El Modelo de la Democracia Formal y Representativa (con el sistema económico capitalista en el que se prolonga, apoya y sostiene) se presenta como un Modelo sin alternativa alguna (siendo el Orden cualquier otra cosa es de antemano identificado con el puro caos, con la barbarie pura y simple). Es decir: presume de ser -en el ámbito de la comprensión política del mundo- TODO, se erige, así como un Absoluto. ¿Por qué se concibe así? Porque se considera un Modelo sustentado sobre la Razón del Fundamento (¿cuál? La Libertad política y económica de Individuo en el mercado electoral y en el mercado de bienes y servicios). En el fondo es esto lo que ha afirmado -acudiendo al típico recurso moderno de postular un Fin al Progreso de la Historia Universal- Francis Fukuyama. Pero, ¿no estamos aquí, en esta precisa trama respecto a la “democracia” así presentada ante una variante débil y amable del feroz totalitarismo político del siglo XX? ¿No será este, en definitiva, un “fundamentalismo” (neo)liberal en el que se persigue impedir y estigmatizar a priori cualquier oportunidad de mejora del statu quo (profundizando en la democracia, por ejemplo, abriendo cauces de participación a los ciudadanos, etc.)?
Sobre el resurgir de nuevos populismos de extrema derecha en USA y en Europa cabe la reflexión siguiente: cuando sistemáticamente los poderes fácticos obturan y sepultan, en la encrucijada de la actualidad (la crisis de la modernidad política), las alternativas que parecen mejores entonces la balanza termina inclinándose hacia las peores (¿por qué actúan así esos poderes fácticos? Únicamente para proteger a coto plazo -caiga quien caiga- sus intereses particulares -obviando en bien común).
¿Con qué precisos y exactos términos cabe definir el actual y específico régimen político en curso en Europa? Por ejemplo, con los términos “tecnocracia” o “demagogia”. Este régimen político, en su vertebración principal, vertebra una democracia representativa bipartidista, una serie de oligopolios económicos que apoyan a los dos grandes partidos entre los que los ciudadanos deben elegir y, finalmente, unos medios de comunicación de masas -encargados de articular el sentido común de la opinión pública mayoritaria- que están, ya en su financiación misma, al servicio de esos oligopolios. Por otro lado, y como punto álgido de la pirámide, la propia arquitectura institucional de la Unión Europea es igualmente tecnocrática y demagógica.
Si, en efecto, pudiera localizarse un Fundamento de la política todo sería, al menos en el puro plano ideal, sencillísimo: habría, simplemente, que deducir de él una serie de consecuencias desde las que moldear lo por él fundamentado (lo material, lo empírico, lo irracional, lo desordenado). En la tradición de la metafísica occidental se han dado tres concreciones o tres localizaciones de ese Fundamento: una cosmológica (en la Grecia clásica, con Platón y Aristóteles), otra teológica (en la Edad Media, con San Agustín o Santo Tomás) y una antropológica (con Kant, Hegel, etc.). La cuestión, el problema actual, es esta: ¿podemos seguir tranquilamente afirmando que, sin duda, hay un eterno y fijo Fundamento que sirve de sostén de la totalidad del mundo (por ejemplo, del ámbito de la política, etc.)?
Si actualmente la política está acogotada y comprimida por el Gestell (con la deriva tecnocrática implantada en el gobierno democrático) puede, tal vez, acaso, ser descomprimida por el Geviert y el Ereignis. Aquí habría una línea de respuesta a la pregunta “¿qué es la política?”, una vía de solución al problema político de la modernidad, una manera de atravesar la aporía, de horadar un paso en su callejón sin salida. El reto, el desafío, la dificultad, la tarea, está en buscar una salida al nihilismo de la hipermodernidad. Por cierto: negar simplemente, y de antemano, la posibilidad de remontar el ocaso de un mundo -algo incompatible con una filosofía auroral como la propugnada por Heidegger- significaría sucumbir a la mera desesperación, una pura resignación, un conformismo o fatalismo contrario al carácter crítico del pensar. En la encrucijada de la actualidad -marcada por una política tecnocráticamente despolitizada- es lícito buscar allí donde se encuentre lo mejor de lo posible (y eso es precisamente a lo que se apunta, en un vocabulario peculiar, la tesis de “la salvación del peligro por parte de lo divino” -pues aquí lo divino es un factor o vector del Geviert que define un ideal de perfección, un polo de orientación, etc.).
Es cierto, como destaca Heidegger, que las distintas formaciones políticas modernas arraigan en la moderna metafísica del sujeto; ahora bien, eso no las iguala o las nivela sin más (esto sería, entre otras cosas, ignorar que la propia metafísica del sujeto arraiga a su vez, a pesar de que ésta lo olvide o lo sepulte, en un acontecer del ser, en un Ereignis, el cual envía unas posibilidades de juego, abre el campo de las opciones en el mundo moderno, etc.). Así pues, dentro de la modernidad misma, hay formas de gobierno legítimas -en las que se concreta lo mejor de lo posible en ese mundo histórico- y formas de gobierno ilegítimas (por ejemplo, los dos regímenes totalitarios, etc.). Esta jerarquización, esta diferenciación cualitativa, no puede soslayarse a pesar de que el análisis de la actualidad ponga el énfasis en la crisis de la modernidad (por otra parte, no puede ignorarse que estamos en la modernidad y que de ella misma tiene que extraerse el impulso inicial para encontrar algo distinto, diferente).
¿Hay, en serio, un Sujeto racional, un fundamento último, de la Política del que deducir la arquitectura total del Estado Político (en el que se reúnen en perfecta armonía la democracia representativa y la economía capitalista, definidas, las dos, por la libertad del individuo)? Si así fuese, habría, en el ámbito de lo político, un “saber absoluto” articulado desde un reino inteligible, desde un mundo verdadero. Pero una política así deducida -extraída unívocamente de un principio metafísico- es dogmática, y ello a pesar de que esa deducción se conciba -míticamente- como la auto-legislación de un sujeto soberano en la que coindice consigo mismo bajo la pauta de la pura y estable identidad (entre el legislador y lo legislado, etc.).
Si hubiera -como sostiene el núcleo duro de la filosofía política moderna- un Sujeto racional universal (una libre voluntad soberana) que desde sí mismo, por sí mismo y para sí mismo, produce (crea, construye, fabrica) el Derecho Político del Estado no habría problema político alguno: tendríamos un Fundamento firme y seguro que a priori y unívocamente definiría en su esencia eterna el ámbito de la política; sobre ese Fundamento se sustentaría un Saber Absoluto remitido a un puro reino ideal independiente de su realización histórica y mundana (es lo que es ya desde siempre y para siempre; y su “realización” es un mero hecho contingente y accidental, un hecho atravesado y sostenido por una Necesidad ideal previa). Pero -y apuntamos aquí un elemento propio de una teoría crítica de la modernidad- postular un Fundamento así introduce, en primer lugar, un dispositivo de clausura según el cual sólo la política del Estado de derecho es la política esencialmente racional. Además, en segundo lugar, un planteamiento como este se apoya en la combinación del modelo “Sujeto → objeto” con el modelo de la “Producción” (la fabricación de algo siguiendo un concepto o esencia ubicada a priori en una interioridad de un sujeto per se omnisciente según su entendimiento y omnipotente según su voluntad). ¿No hay aquí, en el mismo centro de esta trama, una traducción de elementos del monoteísmo de la teología cristiana adaptados a la política moderna? ¿No implican este conjunto de tesis un idealismo mitológico articulado por la idea de una Historia Universal en Progreso hacia el fin de la emancipación del sujeto único y esencial? Hay aquí, desde luego, mucho que precisar, matizar y, también, que debatir. En todo caso, Heidegger nos ha ayudado a entender que esta articulación moderna de la política es cualquier cosa menos algo obvio y evidente.
Con el fin de señalar un punto en el que contrasta y se diferencia una ontología política del acontecimiento respecto a una metafísica política del fundamento cabe mencionar el asunto -difícil, complicado- de la articulación entre lo jurídico y lo político. La política del fundamento acomete -esa es su tendencia de fondo- una reducción de todo lo político a lo jurídico; para ello postula un Sujeto universal (eterno) del que puede deducirse toda la arquitectura jurídica del Estado político (una Constitución como Ley de las leyes; esa deducción, por cierto, se explica concibiéndola como la auto-legislación de una voluntad autónoma que supone la identidad original y final entre el legislador y lo legislado). Pues bien: ese postulado es poco más que un mito, y ello a pesar de que se presente como la culminación de la racionalidad misma en su esencia única y eterna (la sociedad tradicional se fundamenta en el mito de un origen pasado que tiene que ser cíclicamente reiterado, la sociedad moderna en el mito de un fin futuro que tiene que ser lineal y ascendentemente realizado). Desde una ontología política del acontecimiento -en la que el ámbito estructural de lo político pende en última instancia de un acontecimiento en el que sus elementos reciben un investimento que los concreta, etc.- no se niega simplemente la articulación entre lo jurídico y lo político, únicamente se intenta entenderla sin acudir a una concepción puramente metafísica en la que se postula a priori un sujeto universal. Por otra parte, si todo lo político estuviese de verdad copado por el derecho se está ignorando el acontecimiento en el que esa reducción ha cuajado y se está impidiendo y bloqueando cualquier otro acontecimiento que redefina la articulación recíproca de lo político y lo jurídico. El asunto, desde luego, es complejo, difícil. Pero es importante encararlo sin ceder ante el dogma fantasioso -utilizado siempre como un recurso para legitimar a posteriori hechos consumados- de la libre voluntad de un Sujeto autónomo que clausura a priori (bajo la coacción de un dispositivo calificado con el concepto de “Razón)” lo político al atarlo a un fundamento inamovible, a un reino ideal puro, un mundo inteligible. Es, así, otra vez, el momento de emprender la tarea de elaborar una teoría crítica de la política (equidistante respecto al dogmatismo y el escepticismo).
El acontecimiento político sobre el que pende el ámbito estructural de la política no está por entero “en manos del hombre” (a su libre disposición, etc.); es decir, el “Hombre” no es el Sujeto de la política, su inamovible fundamento, su origen y su fin. Por ello, el acontecimiento político puede ser preparado, propiciado, precipitado, pero en ningún caso -a pesar de las ilusiones antropomorfas o los sueños antropocéntricos- puede ser producido, construido, previsto, planificado, fabricado, diseñado por una instancia anterior y superior que ya es lo que es con entera independencia de lo que suceden en el mundo y en la historia. Articulemos esta tesis sobre un asunto concreto: es cierto que nosotros, hoy, en las democracias formales y representativas somos súbditos que despliegan su acción política bajo la pauta de una “servidumbre voluntaria” (véase, por ejemplo, el libro de Antonio Valdecantos, Teoría del súbdito, ed. Herder, 2016); ahora bien, denunciar esto -y apostar, por ejemplo, por una democracia participativa en la que seamos ciudadanos que juegan al juego de la comprensión política del mundo contribuyendo a su acaecer, etc.- no significa creerse el mito moderno de un sujeto soberano dotado a priori de una pura voluntad autónoma (anhelar algo así bajo el concepto oscuro y confuso de la “emancipación humana” es sucumbir a una pésima utopía, a una aspiración irreal que sólo genera frustración y desengaño -contribuyendo, hoy en día, a la reinante despolitización).
1 Sobre la cuestión de la política moderna mencionaremos los interesantes estudios de Felipe Martínez Marzoa, La filosofía de “El Capital”, editorial Taurus, 1983 (capítulo X: “La ley del valor y el concepto moderno de Estado”); “Estado y legitimidad” y “Estado y Pólis”, en Manuel Cruz (compilador), Los filósofos y la política, ed. FCE, 1999; El concepto de lo civil, ed, Metales Pesados, 2008.
2 Heidegger, como en muchos otros temas, es un auténtico pionero respecto al problema inherente a la crisis ecológica; sobre ello hay una abundante bibliografía, cabe mencionar, por ejemplo, el interesante libro de Ruth Irwin, Heidegger, Politics and Climate Change, ed. Continuum, 2008. Abordamos estas cuestiones en el artículo “Todo tiene un límite. Decrecimiento y crisis de la modernidad”, en la revista electrónica La Caverna de Platón.
3 Véase el libro de Ángel Xolocotzi, Heidegger y el nacionalsocialismo: una crónica, ed. Plaza y Valdés, 2013. Un interesante análisis del “Discurso” de Heidegger puede encontrarse en el libro de Christian Sommer, Heidegger 1933: le programme platonicien du Discurs de Rectorat, ed. Hermann, 2013.
4 F. W. von Herrmann, discípulo de Heidegger, ha dicho recientemente: «Yo desciendo de una familia luterana de Postdam. Mi padre era pastor y sus homilías fueron examinadas primero por la Gestapo y luego sufrió la misma vigilancia durante la dictadura comunista con la Stasi. Desde hace sesenta años me ocupo de Heidegger. Si durante mi trabajo científico hubiera encontrado rastros de racismo, antisemitismo o de nacionalismo en sus obras filosóficas, nunca habría dedicado mi carrera académica a este pensador» (en la revista online Differenz, nº 2, 2016). Las actuales acusaciones de “antisemitismo” realizadas a partir de lo que se dice en los cuadernos de notas de Heidegger son un puro ejercicio demagógico de carácter amarillista y sensacionalista: no hay en ellas ni una gota de reflexión (es, pues, otro episodio de linchamiento inquisitorial sostenido sobre torpes tergiversaciones de los textos). Hoy abundan libelos -por ejemplo, de Luis Fernando Moreno Claros o Nicolás González Valera- que rebosan oportunismo, hipocresía, ignorancia, inquina, resentimiento y mediocridad (por el auge del irracional “todo vale” cualquier escribano de medio pelo cree que puede decir lo que le dé la gana, aunque sea una sucesión de patrañas orientadas no a pensar, preguntar e investigar, sino a desinformar e intoxicar los debates públicos). El caso de González Varela es sintomático, pues es obvio que su estéril y obsesiva ocupación con este tema es una mera cortina de humo para esconder la siguiente pregunta: ¿el nexo entre la tradición marxista y el totalitarismo comunista es intrínseco o es accidental? Como esta pregunta le incomoda prefiere utilizar a Heidegger como espantajo para desviar la atención de este enorme problema; es lo que pasa cuando se profesa una ideología política irreflexiva que es poco más que una irracional fe religiosa (¿para qué hablar sobre el bueno de Stalin pudiendo balbucear obviedades sobre el malvado Hitler?).
5 Volviendo al espinoso asunto de la nota anterior: sólo puede detectarse algún atisbo de “antisemitismo” en, por ejemplo, los “escandalosos” Cuadernos negros de Heidegger desde un ciego e irresponsable “pro-semitismo”. En unas pocas notas Heidegger se limita a dos cosas: a) enumerar una serie de rasgos socioculturales de una forma moderna de vida sustentada en un ancestral fundamentalismo religioso, el monoteísmo excluyente del pueblo elegido (estos rasgos no son propiedades esenciales, cosa que sabe cualquiera que haya leído cinco minutos a Heidegger); b) señalar que se trata de un poderoso lobby internacional asociado a la expansión capitalista y sus procesos de acumulación de riquezas (es decir, al crudo poder del dinero y, también, a una ideología de extrema derecha racista, supremacista). Si hoy decimos que Donald Trump está financiado por este mismo lobby -algo cierto- ¿seremos también “antisemitas”? Así pues, respecto a los Cuadernos negros únicamente hay montado un pseudo-debate espoleado por lobistas -como Emmanuel Faye, Donatella di Cesare o Gabriel Albiac- afines a un terrible poder fáctico de cuyas maniobras sombrías nada bueno puede esperarse jamás.
6 En “El origen de la obra de arte” (1936) Heidegger sostiene que hay múltiples modos de acaecer la verdad, es decir: de ser desocultado el ente en un ámbito de la comprensión (y el Arte es uno de ellos). En este contexto escribe: «Otra manera de presentarse la verdad es la acción (Tat) que funda un Estado» (página 107 en la nueva traducción de H. Cortés y A. Leyte, en la editorial LaOficina, 2016). Con ello se da por supuesto que la política es indisociable del Estado. Pero -como están argumentando distintas filosofías políticas contemporáneas- hay aquí un grave error “moderno” (error que en Heidegger se camufla bajo una “fidelidad a un pasado griego”). Una política democrática gravita no sobre un Estado articulado sobre el Derecho (Estado contrapuesto a una Sociedad Civil vertebrada por los intereses privados de individuos libres que compiten entre sí) sino sobre una esfera pública que encauza la acción política de una comunidad plural, acción ésta que pende, en última instancia, de un acontecimiento. Hay aquí, sin duda, muchísimas cuestiones que precisar y sobre las que meditar. El excelente libro de Miguel Abensour, La democracia contra el Estado, editorial La Catarata, 2017, ayuda a adentrarse en el laberinto de este complejo problema.
7 Respecto a una democracia “radicalizada”, asumida en su raíz, me parece interesante mencionar la obra de Chantal Mouffe, por ejemplo, sus libros: El retorno de lo político, ed. Paidós, 1999; La paradoja democrática, ed. Gedisa, 2003; En torno a lo político, FCE, 2007. Hay, desde luego, muchos más autores que se mueves en esta dirección, no exenta, por otra parte, de equívocos, dificultades, etc.
8 La modernidad tardía se caracteriza, como Heidegger ha subrayado con lucidez, por la peculiar combinación de una aceleración vertiginosa y una inmovilidad o un estancamiento estéril (“no sucede ya nada”). Sobre este diagnóstico de lo específico de esta etapa final de la modernidad remitimos, por ejemplo, a los libros de Jean Baudrillard, La ilusión del fin. La huelga de los acontecimientos, ed. Anagrama, 1993 y Paul Virilio, La inercia polar, ed. Trama, 1999.
9 Alain Baidou dice sobre el emblemático concepto de “democracia”: «Si intento aplicar estas observaciones a la situación contemporánea, esto equivaldría a preguntarse cuál es la máscara de nuestra realidad y, por ende, cuál es el semblante propio del capitalismo imperial mundanizado, bajo qué máscara -que prohíbe que su identificación lo divida- se presenta, cuál es la máscara a la vez tan real y tan alejada de todo lo real que es casi imposible arrancarla. Entonces, lamento tener que decir aquí que el semblante contemporáneo de lo real capitalista es la democracia. Tal es su máscara. Lamento decirlo porque la palabra “democracia” es una palabra admirable y habrá que retomarla y redefinirla de una forma u otra», En busca de lo real perdido, ed. Amorrortu, 2016, páginas 36-37. Por su parte expone Jacques Rancière: «La democracia no es ni esa forma de gobierno que permite a la oligarquía reinar en nombre del pueblo, ni esa forma de sociedad regida por el poder de la mercancía», El odio a la democracia, ed. Amorrortu, 2006, página 136. El punto de cruce entre lo que se afirma en el texto de Badiou y en el de Rancière define con precisión porqué en la actualidad está en disputa qué sea la democracia y, por lo tanto, qué sea o en qué consista lo político.
10 Conviene siempre descender -en un viaje de ida y vuelta enriquecedor- desde la exigida abstracción y formalidad de una teoría filosófica hacia fenómenos materiales y concretos que definen el curso de la actualidad política. Así, como análisis de un caso peculiar de gobierno tecnocrático -el propio de la democracia capitalista- cabe mencionar los libros: Guillem Martínez, CT o la cultura de la transición, editorial Debolsillo, 2016 y Rubén Juste, Ibex 35. Una historia herética del poder en España, ed. Capitán Swing, 2017.
11 Dentro de la amplia bibliografía sobre el asunto del Geviert destacamos dos libros: Jean-François Mattéi, Heidegger et Hölderlin: le Quadriparti, ed. PUF, 2001; Damir Barbaric (ed.), Das Spätwerk Heideggers. Ereignis, Sage, Geviert, ed. Königshausen und Neumann, 2007.
12 Un excelente estudio sobre la noción de “lo divino” en Heidegger (ese factor o vector del Geviert que define un canon, un límite y una medida, etc.) se puede consultar en el libro de Frank Darwiche, Le divin et le Quadriparti, ed. Ovadia, 2013.
13 Véase al respecto nuestro estudio “Heidegger: acontecer del ser y mundos posibles”, en el libro 12 pensadores (y uno más) para el siglo XXI, editado por Cristina de Peretti y Cristina Rodríguez Marciel, editorial Dykinson, 2014.
14 El nexo entre la metafísica del fundamento y el esencialismo político está expuesto de un modo muy interesante en el libro de Philippe Corcuff, Los grandes pensadores de la política, ed. Alianza, 2008.
15 Remitimos a los análisis de C. B. Macpherson en sus libros, La teoría política del individualismo posesivo, ed. Trotta, 2005 y La democracia liberal y su época, ed. Alianza, 1977. También cabe mencionar el ensayo de Pietro Barcellona, El individualismo propietario, ed. Trotta, 1996.
16 Sobre Hannah Arendt cabe mencionar, por ejemplo, los libros siguientes: Paolo Flores D’Arcais, Hannah Arendt: existencia y libertad, ed. Tecnos, 1996; Fernando Bárcena, Hannah Arendt: una filosofía de la natalidad, ed. Herder, 2006; Simona Forti, Vida del espíritu y tiempo de la polís (Hannah Arendt entre filosofía y política), ed. Cátedra, 2001; Neus Campillo, Hannah Arendt: lo filosófico y lo político, ed. PUV, 2013. Es interesantísimo, por otro lado, el libro de Reiner Schürmann, El principio de anarquía. Heidegger y la cuestión del actuar, ed. Arena, 2017.
17 Este es el tema del libro de Alfonso Ballesteros, Innovación versus conservación (La tensión entre la política y el derecho en la obra de Hannah Arendt), ed, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2016.
18 En esta dirección se ha movido el conjunto de la obra de Claude Lefort, véase, por ejemplo, La incertidumbre democrática, ed. Anthropos, 2004. Gracias a Lefort -entre otros autores importantes- cabe recabar la pista siguiente: una vez descartado por absurdo cualquier intento de restaurar en su ideal pureza la Pólis de la Grecia clásica, ¿qué cabe, sin embargo, tratar de repetir diferencialmente (asumiendo, así, el pasado griego como una reserva de lo posible aún por venir)? Por ejemplo, esto: el “ágora” (espacio público de la acción política) como un centro vacío, como una abertura, hueco o grieta (en el que desde la diferencia ontológica se tacha a priori su ocupación por cualquier dispositivo de clausura que cancele su acaecer). Ese centro vacío -por así llamarlo- por una parte, expulsa y repele cualquier pretensión de coparlo por entero con un Fundamento (sea cosmológico, teológico o antropológico), y, por otro lado, ese centro vacío es el punto en el que incide y sobre el que recae el acontecimiento político (acontecimiento que modula e inviste, según su impronta, los distintos factores y vectores que operan en simultaneidad en el ámbito de la política, por ejemplo la interacción de los ciudadanos, etc.).