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EL SENTIDO DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA EN LA ACTUALIDAD

Lucio García Fernández

 

1.      La representación política en la actualidad

¿Cuál es el significado de la representación política en la actualidad?   Si tenemos en cuenta que las democracias contemporáneas se autodefinen como democracias representativas y sin caer en el reduccionismo de Schumpeter, para quien la democracia es un procedimiento para seleccionar a las élites de representantes, es innegable considerar que dicha selección es una de las funciones fundamentales de la representación en sociedades con un tamaño como el de las actuales. Sin embargo, dicha finalidad no agota el significado del concepto político de representación. De este modo, Hanna F. Pitkin distinguía cinco significados de representación política: 1) la representación como cesión de autoridad; 2) como responsabilidad; 3) como espejo o reproducción de una determinada realidad; 4) como evocación simbólica; 5) como acción de interés de alguien que no puede o no desea actuar personalmente (Pitkin, 1985; Cotta, 1993: 267). Todas estas acepciones convienen a la representación política actualmente. En realidad, depende de la finalidad  atribuida  al sistema político respecto de estas definiciones para que el mismo se configure de uno u otro modo, alcanzando cada significado una mayor o menor primacía respecto al resto de ellos.

Esencialmente en la actualidad, y como también mantiene Pitkin (1985: 233), “representar significa políticamente actuar en interés de los representados y de una manera sensible ante ellos.” Sin embargo, esta forma de pensar podría parecer acorde con el mandato imperativo medieval, lo cual queda descartado cuando preguntamos ¿cuál es el modo de defensa por parte del representante? ¿es posible la interpretación de dichos intereses o se trataría de una defensa en sentido estricto? El representado debe poder expresar sus intereses en un sistema democrático representativo a través de la elección de un programa político que el representante se compromete a cumplir. Y aquí está implicada la segunda definición: la representación como responsabilidad ante los representados, aunque hoy es más bien ante los votantes, por los motivos que apuntaremos más adelante. No obstante, el ejercicio de dicha responsabilidad requiere de la cesión de autoridad o autorización expresada en la primera definición. Es innegable que la representación supone una cesión de autoridad adscriptiva para ejercer las tareas legislativa y gubernativa. Así, la defensa de los intereses, que implica la quinta definición, consistiría en una adecuación a los mismos mediante las acciones parlamentaria y ejecutiva, sin descartar la posibilidad de interpretación por parte del diputado o del gobernante, en la forma de agregación de intereses o primacía de unos sobre otros, en función de las mediatizaciones ideológicas, económicas, electorales, etc., desde la necesidad de establecer los objetivos propios de todo el colectivo social. Pero tal adecuación está relacionada con la tercera definición, el reflejo de la realidad social, puesto que la defensa de intereses plurales se canaliza mediante la elección de dichos representantes. La cual no puede tener un carácter tan desproporcional respecto a las voluntades de los votantes que desvirtúe u obstaculice dicha acción representativa. Por último, también la evocación simbólica (cuarta definición) se cumple en el sentido de que la elección supone la identificación con el representante, sobre la base de la preferencia por unos valores ideológicos, o la preferencia de tipo personal, profesional o social, que pueden estar estrechamente relacionadas con los intereses antes mencionados y que en todo caso desempeñan un papel orientativo. 

Junto al concepto de representación debemos hacer referencia al de representatividad que, en palabras de Sartori (1999: 2), viene a significar la similitud entre el representante y el representado, y que está relacionado con el tercero de los significados de representación al que antes hemos hecho mención. Podemos decir que la representatividad, especialmente la relativa al apoyo electoral, es una condición deseable de la representación, pero obviamente no agota el significado más amplio de este último. Como dice Douglas Rae, ni los parlamentos ni los gobiernos pueden funcionar como una foto del electorado cuando hay que tomar decisiones (Rae y Ramírez, 1993:18). Tampoco lo son en cuanto a condiciones sociales. No obstante, la representación tampoco debería escapar totalmente a la representatividad y, para ello, se deberían potenciar la responsiveness (responsabilidad política), accountability (rendición de cuentas) y  removability (remoción de los cargos).

2. La representación política en sede parlamentaria

La representación política democrática moderna ha estado unida históricamente al Parlamento[1]. En dicha institución ha descansado y se asienta actualmente, tanto en los sistemas presidencialistas y más claramente en los sistemas parlamentarios —sean repúblicas o monarquías—, la capacidad del pueblo o de la ciudadanía de un país para ser representada. Por supuesto que la representación no es exclusiva del Parlamento; partidos políticos, gobiernos, sindicatos, organizaciones empresariales y grupos de interés entre otros pueden desempeñar funciones representativas. Pero, como muchas veces se ha dicho, el Parlamento es la sede de la representación política. Éste se abrogó en los sistemas parlamentarios liberales el poder para hacer la ley y formar o destituir al gobierno.

Si en la democracia liberal predominó la idea de representación nacional, hoy, a efectos prácticos, ha sido sustituida por la representación de la pluralidad de intereses y opciones ideológicas existentes en dicha sociedad[2]; aunque el formalismo de los propios regímenes democráticos sirva para ocultar, despreciar, minusvalorar o utilizar partidistamente este hecho. Es decir, la actual representación política reside esencialmente en los partidos políticos y más concretamente en sus élites, quienes, supuestamente, actúan en lugar de los intereses de los votantes, pero con un cierto margen de libertad, en donde tienen cabida los intereses partidistas y de grupos de interés vinculados a los partidos, abandonando la idea de representación nacional, al constatar la pluralidad de intereses territoriales, socio-económicos, culturales e ideológicos en las sociedades actuales, o presentando los intereses del partido gobernante, en ciertas ocasiones, como los intereses del país en su conjunto. Ya Kelsen era consciente de la distinción entre motivos ideales e intereses que pueden operar en la competición entre partidos políticos (Kelsen, 2002: 29). Hoy los motivos ideales han sido desplazados por el resto de intereses o han sido incorporados a estos últimos. En suma, la idea de pluralidad de las sociedades actuales ha llevado a que la representación requiera de la representatividad proporcional de dicha pluralidad en los órganos de representación. La cual no se cumple mediante los sistemas electorales mayoritarios y tiende a ser aminorada en los sistemas proporcionales. Sin embargo, una premisa evidente de los sistemas electorales en las democracias representativas consiste en lograr que el parlamento refleje la voluntad democrática del país (Alarcón Cabrera, 2010: 35). De otro modo, si la finalidad fuera representar la voluntad nacional considerada como una unidad, el gobierno podría sustituir a los grupos parlamentarios y a los partidos políticos en la representación misma, lo que, no obstante, los partidos políticos gobernantes mayoritarios tratan de hacer obviando la pluralidad política real de las actuales sociedades. Pero, como también Kelsen pensaba, el interés colectivo, sin condicionamientos culturales, sociales, económicos, etc. es una ilusión metafísica (Kelsen, 2002: 29).

Por todo esto, estamos de acuerdo con Miquel Caminal cuando mantiene: “La función representativa es la base de todas las demás. El parlamento, que representa una sociedad que es plural en su estructura social, cultural, creencias, valores y opiniones políticas, tiene que cumplir una función de caja de resonancia y, si cabe, de receptor y canalizador de demandas, opiniones, peticiones e iniciativas políticas o legislativas de los ciudadanos y ciudadanas” (Caminal, 2007: 453).

La tan discutida crisis del Parlamento en la actualidad es consecuencia de la falta de claridad en la determinación de los centros de poder, resultado de la transformación de la división de poderes pregonada por Montesquieu en otra en la que la compartición de tareas por las diferentes instituciones políticas y económicas es lo habitual; sustentados, a su vez, en la nueva forma de hacer política a través de los medios de comunicación (Manin, 2008). De ahí el reforzamiento del carácter representativo que los sistemas presidencialistas de por sí atribuyen a la figura de su máximo mandatario, que se extiende al primer ministro en los sistemas parlamentarios[3] o, simplemente, a los líderes de las diversas opciones políticas. De este modo, la institución parlamentaria está necesitada de la recuperación de sus funciones y, especialmente, de la relativa a la representación de la ciudadanía[4].

3. Partidos políticos y representación

El recorrido histórico de la representación iría desde el mandato imperativo de la baja Edad Media hasta el mandato representativo basado en la voluntad nacional, característico del siglo XIX, el cual evolucionó hasta el mandato representativo constitucional plural del siglo XX con la irrupción de los partidos de masas. Este ha sido sustituido hoy, debido al protagonismo de los partidos políticos, por un nuevo mandato imperativo, el impuesto por los partidos a sus diputados y a la ciudadanía en general. Así, la disciplina de partido, los sistemas mayoritarios o los presidenciales son factores de estabilidad  política y eficacia, pero a costa de disminuir la representatividad proporcional y la representación plural (Caminal, 2007: 449). Desde el punto de vista de la importancia adquirida por las elecciones, algunos denominan al actual sistema de mandato electoral. No es ésta sino una apreciación que matiza la instrumentalización del procedimiento en manos de los partidos políticos.

 Por lo tanto, la crisis de la función representativa  por parte de  los parlamentos está relacionada también con este dominio de la escena pública por los partidos políticos; así: “la irrupción de los partidos en la vida pública, hasta el punto de controlar en la práctica los procesos de producción de representación, plantea de algún modo la indudable crisis del mandato representativo, como consecuencia de un mandato imperativo de partido” (Vallés y Bosch, 1997: 20). Tal es así, que el papel de diputados y parlamentos es marginal respecto al de los partidos políticos. Dicho estado de cosas que podemos calificar de partitocracia se concreta en los tres rasgos señalados por Sartori: partitocracia electoral, el partido impone a quién votar; la partitocracia disciplinaria, capacidad de imponer la disciplina de partido; y la partitocracia integral, sustitución de la representación formal por la representación real del partido (Sartori, 1992: 183).

No obstante, los partidos políticos son considerados hoy desde el punto de vista constitucional y social instrumentos fundamentales de la actividad política (Montero 1994: 17). Su papel de actores principales y su primacía en la organización política de los estados ha llevado a numerosos especialistas a denominar al Estado actual como Estado de partidos[5]. Se ha llamado, además, la atención sobre la vinculación entre el Estado de partidos, los sistemas políticos parlamentarios y los sistemas electorales proporcionales (Montero, Gunther y Linz, 2007: 85). La necesidad de reconstrucción política de los estados tras la Segunda Guerra Mundial fue asumida por estas organizaciones hasta someter al resto de las instituciones legislativas, gubernativas y judiciales al ejercicio de su dominio, especialmente al del ejecutivo que las cúpulas del partido en el gobierno controlan. Dicho protagonismo se debe en gran medida a que el número de funciones políticas para los partidos no ha dejado de crecer en el último siglo. De entre las cuales podemos señalar la socialización política; la formación, orientación y movilización de la opinión pública; el reclutamiento y selección de las élites políticas; la organización y composición del parlamento desde la representación expresada en los procedimientos electorales; la elección y función del gobierno; la organización de las elecciones; la promoción de la participación política; la legitimación, reforzamiento y estabilización del sistema político mismo; pero, también, la agregación de intereses y de las demandas de los ciudadanos, principalmente mediante la acción programática. Podríamos añadir que los partidos políticos deben ser la expresión del pluralismo político existente en una sociedad, el cual es expresión del pluralismo cultural. Sin embargo, el sistema de partidos y el sistema electoral son factores que condicionan dicha expresión por parte de los partidos políticos.

La realización de todas esas funciones es asumida constitucionalmente, desde el precepto de que los partidos políticos son los encargados de articular la organización de la vida política para posibilitar la representación de los ciudadanos por los representantes. Así, los partidos políticos deberían ser vehículos operativos para el ejercicio de la representación justa y responsable por parte de los diputados. El imperio de los partidos, antes mencionado, no contribuye a la consecución de estos objetivos democráticos. Pero ello está relacionado con la mala práctica[6] y la interesada interpretación de los principios constitucionales, más que con los valores y el diseño de Estado democrático asentado. Y aunque quepa, sin duda, mejorar legislativamente el marco del juego democrático, mediante reformas electorales, leyes de partidos o reformas de los estatutos de las cámaras políticas, es su aplicación práctica, tanto por parte de los partidos como de los representantes, lo que aseguraría la mejora de nuestro sistema político democrático. Por tanto, esta contradicción entre el dictado formal y la realidad de las cosas solo puede resolverse mediante la adaptación de los partidos y los representantes al mandato constitucional, es decir, mediante el abandono de las prácticas que han pervertido su función democrático-constitucional.

 

4. Libertad, igualdad, pluralidad y disenso en la representación actual

El estado al que aspira el ser humano es la libertad. Así la historia constituye un continuo conflicto de libertades individuales que genera sociedades desigualitarias. De este modo, a través de la historia podemos observar como la democracia se ha presentado como un régimen de defensa de la igualdad frente a la desigualdad existente en determinadas sociedades. Es decir, la democracia, al menos en su faceta igualitarista, más que un movimiento formal de defensa de determinados valores o principios, ha sido un movimiento que ha tratado de corregir desigualdades previamente existentes en las sociedades en las que se ha aplicado, apoyada en ciertos grupos sociales que han abanderado la idea de justicia social de corte igualitarista; sea ésta entendida como igualdad de oportunidades, material, legal, etc. Así tuvo lugar en Atenas, en las ciudades italianas renacentistas, con el movimiento comunero castellano, con el movimiento de constitución de la democracia norteamericana, en la Revolución Francesa como lucha contra el Antiguo Régimen y en los movimientos socialistas y anarquistas ante la “cuestión social”, en el establecimiento del Estado de bienestar social, en la caída de los regímenes comunistas de los países del Este de Europa, en la Primavera Árabe, en los movimientos de protesta contra las medidas de austeridad en Europa ante la crisis económica actual… 

Ahora bien, como  la libertad precede a la igualdad y la defensa de ésta ha sido históricamente un medio para ganar en libertad o extenderla a ciertos grupos sociales, difícilmente podríamos caracterizar a la democracia en sentido auténtico como no comprometida con valores como la autonomía personal, la tolerancia, la solidaridad o la pluralidad. Especialmente, a través de su maridaje histórico con el liberalismo. De ahí que la igualdad material o de llegada me parezca un fin sólo sustentable desde el ideario formal de ciertas doctrinas, que con un marcado carácter mítico-utópico, prescinden del ejemplo de la historia, para supuestamente clausurarla mediante su declaración ideológica. En suma, la democracia liberal aspira al equilibrio entre igualdad de oportunidades y libertad. Y así podemos considerar que la igualdad puede ser la oportunidad de la libertad. Un régimen democrático es realmente libre cuando establece una igualdad de oportunidades para que los ciudadanos puedan desarrollar su libertad, plural en su razón de ser y, en contra de Rousseau, suma de voluntades sujetas a reglas mayoritariamente aceptadas frente a supuestas voluntades generales (González Encinar 1992: 20). Sin menoscabo de la imprescindible obstaculización y corrección de las desigualdades que inevitablemente surgen como resultado del juego de las libertades, que Rawls elevara a principio fundamental en su Teoría de la justicia.

Y ello se podría transferir al sistema de partidos. Las diferentes opciones electorales deberían tener oportunidades igualitarias para competir libremente por el poder y representar los distintos intereses y las diversas opciones ideológicas del electorado. Supone un lastre para nuestras democracias no permitir la competencia igualitaria de opciones políticas diversas, porque empobrece la representatividad política de la pluralidad social y conduce a la reducción a unas pocas ideologías u opciones partidistas con fuerza para implantar políticas de carácter público. O lo que es peor, a una única opción ideológica o a un único partido totalitario.

La pluralidad ideológica y de intereses es una característica de la democracia actual. Por ello el sistema de partidos y el sistema electoral deben estar al servicio de dicha pluralidad. De hecho, la negación de la pluralidad ideológica ha sido un rasgo peculiar a los regímenes autoritarios o no democráticos. Cuando se intenta reducir la representación proporcional se ingresa en un continuo que puede conducir a la falta de pluralidad. De ahí la importancia del disenso ideológico en democracia y su tolerancia. Obviamente, en ese continuo encontramos en el otro extremo una tolerancia absoluta que impide la gobernabilidad y que puede resolverse por medios violentos en el establecimiento de un autoritarismo que niegue toda pluralidad. Pero entones ya no hablamos del disenso de pensamiento que se adapta a las reglas del juego democrático, sino del que pasa a la acción para quebrar las reglas del juego mediante la imposición y la intolerancia.

La representación política plural permite insertar el disenso en la vida política a nivel institucional. El disenso constituye un elemento dinámico de la vida política, porque previene de la parálisis  e inmovilismo que supone el monopolio del poder por una única opción política y previene, también, de la polarización de grupos sociales enfrentados, que tan perjudicial ha resultado en ciertas sociedades a través del tiempo histórico. Pero, ello solo puede establecerse sobre la base de un consenso fundamental en cuanto a los principios y valores del régimen democrático y las reglas de funcionamiento. No obstante, el disenso puede suponer el bloqueo de la actividad política en momentos puntuales. En tales situaciones se trataría de reforzar desde la disensión el propio consenso sobre los elementos fundamentales de la democracia. Por una parte, para evitar la quiebra del sistema y, por otra, para eliminar las perversiones a las que su práctica ha dado lugar: corrupción, imposición de intereses elitistas, opacidad de la toma de decisiones políticas, economicismo de la vida política, indefensión de la democracia ante sus enemigos, clasismo político, primacía de los intereses partidistas o grupales frente a los intereses ciudadanos comunes.

Reforzado dicho consenso, representar es interpretar  los intereses de los votantes en virtud de la autoridad adscriptiva concedida, pero de un modo responsable y sensible, es decir, tratando de consensuar también respuestas adecuadas a los problemas comunes de todos o la mayoría de ciudadanos, cuyos intereses vitales están en juego.

 

Bibliografía

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COTTA, Maurizio (1993). “Parlamentos y representación”, en PASQUINO, Gianfranco (comp.) (1993). Manual de ciencia política. Madrid: Alianza Editorial.

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        (1999). “En defensa de la representación política”. Claves de Razón Práctica, 91, pp. 2-7.

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VALLÉS, Josep M. y BOSCH, Agustí (1997). Sistemas electorales y gobierno representativo. Barcelona: Ariel. 


 

[1] De hecho la representación política constituye una de las tres funciones fundamentales del Parlamento, siendo la tarea de control del gobierno y la tarea legislativa las otras dos.

[2] Carl Schmitt consideraba que el parlamentarismo era el introductor del pluralismo político en la sociedad. Mientras que Hans Kelsen pensaba que ante la imposibilidad de la democracia directa, la función del Parlamento era encarnar la representación de la mayoría y la protección de la minoría (Sauquillo, 2002: 302).

[3] Mientras que en las elecciones directas a la presidencia el proceso electoral reduce drásticamente la pluralidad de posiciones determinando un único vencedor y dejando fuera a todos los demás, la presencia del parlamento hace posible, al menos parcialmente, reenviar la reducción de la pluralidad de alternativas a un momento posterior al electoral y proyectar dicha pluralidad de alternativas al interior del proceso  de toma de decisiones (Cotta, 1993: 300).

[4] Uno de los indicadores más llamativos, en este sentido, es la poca repercusión del debate político parlamentario  en los índices de audiencia. Sin duda la dinámica del trabajo parlamentario es poca atractiva, por su profundidad y tecnicismo, para los espectadores, frente a las declaraciones de los líderes políticos, más directas y simplificadas.

[5] El término Parteienstaat fue formulado por Wilhelm G. Leibholz en 1966.

[6] Especialmente con la tendencia actual hacia la profesionalización de los políticos, que los aleja de los electores, en detrimento de la representación (Sartori, 1992: 180-181).

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