"¡Es la Libertad, estúpido!" (Quintín Racionero y el pensamiento controversial)
Óscar Sánchez Vadillo
Para Lola.
Una religión humanista, si excluye nuestra relación con la naturaleza, es pálida y endeble, a la vez que presuntuosa, cuando hace de la humanidad el objeto de su culto.
Una fe común, John Dewey[1]
I- Conocimos a Quintín Racionero el año 1990 en las aulas de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Su primera clase fue impresionante, no tanto por su contenido, del que lo desconocíamos todo, sino por la apostura, el tono de voz y, sobre todo, el alto nivel de expresión del nuevo profesor. Quintín tenía que introducir la Filosofía Antigua en Primero de Carrera, y para ello y -como comprobé después, contra su costumbre- sentado en una silla, nos arengó sobre la necesidad de volver a los griegos si es que queríamos comprender con toda profundidad el tiempo que vivíamos, tiempo de nihilismo y fragmentación de los discursos. Naturalmente, no entendimos apenas palabra, o, por lo menos, yo, pero aquello tenía verdadero empaque de cosa seria. Un amigo y yo, que nos habíamos encontrado allí por sorpresa prácticamente el primer día, convinimos en que este señor tenía buena pinta y sabía lo que se decía. Yo tenía entonces un gran respeto, además, por las opiniones de mi amigo, que era un tipo de cuidado que pronto se cambiaría a la carrera de Periodismo. Pero no, desde luego, por culpa de Quintín, sino pese a él. El caso es que me dejó solo en mi interés por esas clases tan, ¿cómo decirlo?, tan… como para adultos. Ese curso iba a dedicarlo enteramente a Platón, porque, por lo visto, ya había impartido un curso anterior sobre Filosofía Presocrática, y el siguiente iba a versar sobre Aristóteles. La idea era justamente esa: había tanto que decir de cada una de las etapas del pensamiento antiguo que Quintín realizaba el ciclo completo de la asignatura a través de varios años. Yo, como un buen chico, acudí a todos los cursos, hasta alcanzar el Neoplatonismo (pasando por la formación filosófica del cristianismo), a costa de mi tiempo libre o a costa incluso de otras clases. Ahora puedo decir que, en general, mereció mucho la pena, pero ya entonces me sirvió para sacarme con facilidad muchas otras asignaturas.
A la vez, comencé a interesarme también por otros profesores, en primer lugar recuerdo las lecciones de Juan Bautista Fuentes. Para ser, como decía ser, racionalista, un racionalista, digamos, “de cemento”, resultaban unas clases muy apasionadas, en las que el racionalismo se defendía con la vehemencia del que considera ridículas o aberrantes cualesquiera otras opciones. No es que a Quintín le faltase pasión, pero era una pasión serena, profesional, responsable. Los asuntos que él trataba, y la manera en que lo hacía, requerían distancia, objetividad, plano general y gran angular. Juan Bautista condescendía alguna noche a darse cita con los alumnos, lo cual nos encantaba, claro. Quintín, en cambio, prefería si acaso quedarse después de algún evento filosófico-cultural vespertino al que nos había encarecido a acudir esa misma mañana. Recuerdo, en concreto, una ocasión en que vino con nosotros ya entrada la noche a la Coquette Blues Bar, cerca de la calle Arenal, acompañado por Concha Roldán. Ignoro, ahora mismo, dónde demonios habíamos estado todos antes. Importa poco: sería, sin duda, algo superferolítico. El caso es que, puestos a elegir al profesor más “enrollado”, la decisión era realmente complicada. Fuentes hablaba más de su vida, pero Quintín, por su parte, fumaba –fumó, de hecho, hasta el final. Quintín siempre hablaba en filósofo, no podía evitarlo; Fuentes, aunque más llano, filosofaba sin parar, que no es exactamente lo mismo. La diferencia estriba en el lenguaje, precisamente, o más bien en la actitud. “Hablar en filósofo”, por decirlo así, consiste en mantener un tono elevado de análisis o de dicción se esté hablando de lo que se esté hablando. Por ejemplo: en una ocasión estaba yo sentado con algunos amigos frente a la Biblioteca con un botellín en la mano cuando pasó Quintín muy apresurado. Le hicimos una broma sobre la poca necesidad que pueda haber nunca de correr a ninguna parte y él nos respondió que ya le gustaría tener tiempo para “tomar displicentemente una cerveza”. Tuve que buscar enseguida “displicencia” en un diccionario. Sin embargo, filosofar, como hacía Fuentes, consiste más bien en hablar directamente de temáticas y problemas filosóficos. En cualquier caso, y en fin, resultaba un lujo para los recién estrenados alumnos comprobar que había vida inteligente también fuera de los augustos recintos de la Facultad.
Los años posteriores fueron confirmando el presentimiento de que Quintín comprendía y enseñaba las cosas a gran nivel. Las traía, además, al presente, de manera que adquiriesen relieve y realidad. No había pregunta lo suficientemente retorcida o cándidamente simple que no hallara una rápida aunque elaborada respuesta en su despacho, y, ¡qué caray!: acostumbraba a poner buenas notas. También nos gustaron mucho las clases de Filosofía de la Naturaleza de Ana Rioja, donde se aprendía una barbaridad de materias fascinantes, e incluso, por un tiempo, fuimos yo y otros devotos (nunca mejor dicho) del magisterio abierto y ceñido al detalle de Miguel García-Baró. Pero lo fundamental para mí, en aquellos años, era que Quintín aclaraba lo difícil sin por ello rebajarlo a una falsa facilidad, sino iluminándolo en su oculto nicho de intrínseca complicación. Pongamos, por ejemplo, el “Yo Transcendental”. Pues Quintín explicaba lo que implicaba, en el momento histórico en que lo hizo, las consecuencias que acarreaba, etc., pero sin poner ejemplos burdos o convertirlo por ello en algo coloquial. Ser claro y elocuente nunca significaba para él edulcorarlo con miel. Hasta que Quintín me pidió que le ayudase con un librito sobre Leibniz que iba a editarse en Akal y con el que padecía sus ya habituales problemas de fechas de entregas. Ahí me topé con un muro bien alto de dificultad que fui literalmente incapaz de superar. El trato era que él cumplía con su compromiso con la editorial pero redactándolo yo y firmándolo a mi nombre. Aquello fue un infierno, aunque un infierno confortable, académico. Porque yo no podía de ninguna manera aprender en unos pocos meses todo lo que Quintín ya sabía con su privilegiada cabeza sobre el asunto desde hace años, y menos escribirlo con la soltura que un inmenso conocimiento del tema requería. Se trataba, nada menos, que de profundizar en el Barroco como sólo podría hacerlo un experto buceador de todos los aspectos manifiestos y ocultos del s. XVII. La cosa, inevitablemente, terminó en un fracaso total, pero con la ganancia para la posteridad de que Quintín llegó a poner por escrito su conocimiento particular sobre una gran cantidad de información acerca de las polémicas sostenidas por Leibniz[2] en unas folios que aún conservo. Sería otro libro hoy, incompleto y fragmentario, tal vez, pero, sin duda, minucioso e interesantísimo.
Quintín no sólo teorizó sobre las polémicas y estudió muchas de ellas, sino que también tuvo las suyas propias, tanto virtuales como reales. A principios de los noventa, la batalla se planteaba entre el gesto aún rudimentario de un pensamiento de la Postmodernidad y las últimas publicaciones pro-modernas de Francis Fukuyama y Jürgen Habermas. Me extrañaría que los ecos de aquella épica contienda no resonasen todavía en los rincones de la Facultad. Más tarde, a finales ya de los noventa, y ya siendo catedrático de la UNED, Quintín se enzarzó en otra controversia virtual, en esta ocasión acerca del conocido como affaire Sokal. El honor de la Filosofía estaba en juego, y de ello resultó -jugando con un título de Bertolt Brecht- La resistible ascensión de A. Sokal. Reflexiones en torno a la responsabilidad comunicativa, el relativismo epistemológico y la postmodernidad, que es, en realidad, una cartografía muy completa y prolija tanto de los propios intereses intelectuales de Quintín en esa fecha como de la filosofía contemporánea, en general, en lo que toca a cuestiones candentes para la reflexión actual. Entre ambas, tuvo lugar una controversia real, que se inició en un salón de actos de la Fundación Juan March y que tuvo hondas y no buenas consecuencias para el alma de Quintín. Se trataba, si no recuerdo mal, de hablar del estatuto y del futuro de las ciencias, o de Ciencia y Tecnociencia, de las cuales los otros dos ponentes se hacían lenguas. Quintín quiso poner la cuñita crítica, que allí brillaba por su ausencia, y se produjo una comedia de tropiezos y malentendidos verdaderamente calamitosa. Pero lo peor vino después, a la hora de confeccionar los documentos que darían cuenta del acto. Quintín se sintió maltratado, cosa que jamás le ocurría, y aunque era un hombre muy educado, reaccionó con soberbia, a mi parecer. De nuevo, ganamos un par de artículos mayúsculos, pero a Quintín se le agrió un poco el carácter, lo que se reflejó, sobre todo, en que, dado que uno de sus contrincantes pertenecía al equipo de redacción científica del diario El País, desde entonces, si no ya antes, se informaba prioritariamente en el diario El Mundo, con lo que ello supone de crispación añadida para charlar sobre los problemas siempre amargos y siempre dolorosos del ámbito español.
Pero los proyectos y los seminarios continuaban. Quintín era el hombre de los proyectos, y casi impartía más clases fuera de horario que dentro de él. Hubiera sido pecado mortal no acudir a todas ellas, puesto que trataban de los temas más variados bajo una perspectiva nueva y reveladora. Para Quintín, la historia de las ideas en general no coincidía con la historia específica de la Filosofía: la primera, en efecto, es mucho más amplia, y a ella se dedicaba él, multiplicando enormemente sus frentes académicos. Una vez me dijo que, contra Umberto Eco y su libro acerca de cómo escribir una tesis doctoral, había que intentar pensar al revés. No hacer, pues, tesis sobre asuntos diminutos con gran instrumental erudito, sino tratar grandes temas bajo el principio de la interpretación. Él lo interpretaba prácticamente todo, en el doble sentido hermenéutico y musical, incluso en una ocasión presencié cómo charlaba con gran conocimiento con unos chicos que nada tenían que ver con la Filosofía acerca de su país natal, Ecuador, en el que había estado hace poco. Se podía acudir a su casa para diversos trabajos, luego se invitaba a tomar algo y después de los seminarios (aquellas encendidas sesiones del Seminario Permanente Pólemos…) hasta te acercaba con su coche a algún lugar asequible para ti. Yo, a veces, incluso abusaba, haciéndole llamadas telefónicas extemporáneas para pedirle una explicación rápida de algo que necesitaba urgentemente exponer o escribir. Además, era un excelente cicerone, ilustrando con amenidad y labia acerca de historia y arquitectura en largos paseos por las calles de Madrid. Así, claro está, daba gusto…
Uno de los proyectos más ambiciosos de Quintín, pero que no llegó a cuajar, fue la resurrección del Instituto de Humanidades Contemporáneas de José Ortega y Gasset. Trabajamos bastantes personas en ello y no sé por qué no prosperó. Supongo que Quintín no poseía el suficiente poder institucional para desarrollarlo, pese a que parecía lograr convencer a quien sí lo tenía para que se interesase efímeramente en la idea. Eso es lo de menos, pienso: Quintín era un espíritu goethiano. Hubiera podido vivir cien años más y hubiera concebido lo mismo mil proyectos más, con idénticas dosis de pagana alegría y de cristiana entrega. Cuando comenzó a enfermar, dibujaba unas descripciones exquisitas y muy racionalizadas de las causas orgánicas de sus padecimientos, como si el médico fuese él y estudiase el caso desde fuera. Produjo una obra escrita y oral impresionante, en extensión y profundidad temáticas, exenta de personalismos y concebida desde el espíritu objetivo hegeliano. Como docente fue un maestro, y puesto que Voltaire tuvo sobrada razón al decir que no hay nada más aburrido que querer contarlo todo, procedo a abandonar muchas anécdotas en el tintero y a despedirme en estas páginas de su amistad con estos célebres versos de Dylan Thomas, singularmente bellos y terribles:
No entres dócilmente en esa buena noche,
Que al final del día debería la vejez arder y delirar;
Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz.
Aunque los sabios entienden al final que la oscuridad es lo correcto,
Como a su verbo ningún rayo ha confiado vigor,
No entran dócilmente en esa buena noche.Llorando los hombres buenos, al llegar la última ola
Por el brillo con que sus frágiles obras pudieron haber danzado en una verde bahía,
Se enfurecen, se enfurecen ante la muerte de la luz.Y los locos, que al sol cogieron al vuelo en sus cantares,
Y advierten, demasiado tarde, la ofensa que le hacían,
No entran dócilmente en esa buena noche.Y los hombres graves, que cerca de la muerte con la vista que se apaga
Ven que esos ojos ciegos pudieron brillar como meteoros y ser alegres,
Se enfurecen, se enfurecen ante la muerte de la luz.Y tú, padre mío, allá en tu cima triste,
Maldíceme o bendíceme con tus fieras lágrimas, lo ruego.
No entres dócilmente en esa buena noche.
Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz.
II- A propósito del asunto que nos trae aquí, también respecto al homenaje al profesor Racionero, la cuestión de las controversias, existe un pasaje de una carta de Wittgenstein a su colaborador Waismann que define toda una actitud inveterada en la filosofía occidental; dice así:
Si en la filosofía hubiera tesis, tendrían que ser tales que no dieran origen a disputas. Pues tendrían que expresarse de tal manera que todos dijeran, "¡Oh, sí, naturalmente, esto es obvio". Mientras exista la posibilidad de tener opiniones distintas y discutir acerca de esta cuestión, tal cosa indica que las cosas no se han expresado con la suficiente claridad. Una vez se haya alcanzado una formulación perfectamente clara -la claridad definitiva-, ya no será posible ver las cosas con renuencia, ni pensárselas dos veces, pues esto siempre surge de la sensación de que, al haberse afirmado algo, no estoy seguro de si admitirlo o no. Sin embargo, si consigues que la gramática sea perfectamente clara, si se procede a pasos muy cortos de manera que cada paso sea perfectamente obvio y natural, no puede originarse ninguna disputa. La controversia siempre surge cuando se dejan lado o no se afirman claramente ciertos pasos, dando la impresión de haber hecho una afirmación que puede discutirse[3].
Fue escrito bien entrado el s. XX, en 1931, pero su espíritu se remonta nada menos que a Parménides, quién calificaba a aquellos que gustan de disputar como "gentes de dos cabezas" (más específicamente, la sofística, que ya existía en el s. VI a.C.). Quintín, que conocía bien esa larga tradición, entendía, con Heidegger, que la aspiración a la "claridad definitiva" de la que hablaba Wittgenstein era definitoria de la postura metafísica de la ciencia y la cultura europeas, es decir: de la filosofía occidental en su conjunto, como he señalado antes. Para Quintín, entonces, la Metafísica era eso, esencialmente: el predominio cultural de la verdad semántica, entendida como la confianza en que nuestros enunciados pueden ser isomorfos a estados de cosas del mundo, a lo que "es el caso", como escribía Wittgenstein en el Tractatus logico-philosophicus, y, por tanto, que cabe seleccionar una dimensión específica del lenguaje mediante la cual espejar, con toda precisión y transparencia, la estructura misma de la naturaleza de modo universal y necesario... Es decir, La Filosofía y el espejo de la naturaleza, al decir de Rorty en su famoso tratado, donde también la tradición metafísica es puesta polémicamente en cuestión (tal vez Rorty, por cierto, debiera haber titulado La Filosofía o el espejo de la naturaleza, puesto que lo segundo es una paráfrasis de lo primero, lo que ocurre es que Rorty aún denomina con el nombre de "Filosofía" también a la actividad de superación de la Metafísica...)
Pues bien, como se ve en las palabras de Wittgenstein, las controversias quedan fuera de la filosofía entendida como Metafísica, no han lugar, si acaso pertenecen a la confusión del plano a-lógico, mundano. Pero no sólo las controversias, sino las preguntas, los deseos, las llamadas, las órdenes, las estimaciones, etc.; en general, todo aquello que quede al margen de un enunciado puramente declarativo, apophantikós, en el cual, y sólo en el cual, la "gramática sea perfectamente clara" y se proceda por "pasos muy cortos" de manera que cada uno de ellos sea "perfectamente obvio y natural", como presuntamente sucede en cualquier manual elemental de Física. Lo "perfectamente obvio y natural" dejó de serlo traumáticamente en cierto momento de la historia, concretamente, en mi opinión, en el pensamiento de Hume, pero, no obstante, el rechazo de esa plétora de usos del lenguaje que no son estrictamente mostrativos se mantuvo firme prácticamente hasta Nietzsche, y todavía después de Nietzsche... La obra de Wittgenstein, en este aspecto, resulta ejemplar -seguramente porque Wittgenstein se tomaba estos problemas de una manera, digamos, desgarrada, existencial...-, ya que en ella un solo individuo fue capaz de efectuar el tránsito de la más completa fe en la Metafísica por sí misma al planteamiento de las dudas más profundas sobre ella hasta llegar al punto de pasar al otro lado, o sea, de formular la teoría de los Juegos del Lenguaje. Wittgenstein, en el Tractatus, lo que hizo fue fundamentalmente afirmar la Metafísica sin apoyarse ya en ningún relato de legitimación o discurso del fundamento, "porque sí", diríamos, porque el fundamento es místico: él mismo es también mostrativo, no se puede decir, porque sería un decir de las condiciones del decir, lo que constituiría como un espejo del espejo sin ningún espectador mirando. Por decirlo con la famosa fórmula de Tarski, que Quintín solía mencionar, "la nieve es blanca", entre comillas, es verdad siempre y cuando la nieve sea blanca, sin comillas. Pero no puede haber, según el Tractatus, un discurso que enuncie la coincidencia de la enunciación "la nieve es blanca" con la blanca nieve, porque sería algo así como un enunciado del enunciado, descansando ambos en un mismo orden lógico, lo cual es absurdo. De manera que, aquello que justifique la isomorfía ha de yacer en otro plano, y Wittgenstein comprende perfectamente que ese otro plano no puede ser ya lingüístico. No puede serlo precisamente porque se ha supuesto la Metafísica, imponiéndose la vieja idea de que el verdadero lenguaje será lógico o no será.
Wittgenstein, realmente, rozó el Ab-grund, el no-fundamento, que exploraría Heidegger más tarde. De ahí que continuamente quisiera abandonar la filosofía, para zambullirse en lo místico, para vivir... Pero como siguió pensando, allí en Cambridge, acertó a percatarse del truco, por así decirlo, y siguió la pista a una intuición distinta. Su último biógrafo, Ray Monk, así lo refiere:
Como ejemplo del tipo de pensamiento de que intentaba librar a su público, Wittgenstein mencionaba su obra anterior y la de Russell. Ambos, decía, habían llegado a conclusiones erróneas al concentrarse en un tipo de lenguaje, la frase asertiva, al intentar analizar la totalidad del lenguaje como si sólo consistiera en frases de ese tipo, o como si los demás usos del lenguaje pudieran analizarse como variaciones de un tema básico.[4]
No hay tal "tema básico": ese es el arranque del pensamiento de Quintín Racionero, al igual que el del llamado Segundo Wittgenstein. No lo hay porque logos y einai son de naturalezas distintas: mi frase "la nieve es blanca" no es una cosa, un fenómeno, la blanca nieve, sino eso mismo, un frase, un uso del lenguaje. Y, claro está, existen muchos otros usos significativos del lenguaje que refieren el color de la nieve, pongamos por caso, "este invierno se llevan las parkas tono nieve". ¿Quién podría afirmar que esta frase no es plenamente significativa, si bien en determinado contexto, en el presente caso la moda, y en determinada modulación, casi imperativa? Así que por qué no exhumar el "basurero de Frege" y revitalizar todo aquello que había sido arrojado, despreciativamente, allí: las preguntas, los deseos, las llamadas, las órdenes, las estimaciones, etc., (formas de lenguaje al fin dignificadas para el estudio filosófico por Austin, Grice y muchos otros hasta hoy) y también, desde luego, las controversias. Eminentemente las controversias. En Investigaciones Filosóficas Wittgenstein no se había ocupado mucho de ellas, y tampoco Heidegger en Ser y tiempo y obras posteriores, como veremos, pero Quintín ya tenía averiguado, y, desde luego, muy bien estudiado, que Leibniz, y antes que él Aristóteles, sí lo habían hecho.
Las controversias, por supuesto, operan por y en contextos. Este hecho es insuperable pero también irrenunciable. Contextos en los que alguien se dirige a alguien, sin duda, lo que implica volver a concebir el lenguaje en los términos de una instancia fundamentalmente comunicativa, las competencias comunicativas del lenguaje, en la expresión de Apel y Habermas. Quintín solía citar el motto de Nietzsche, cuando, a propósito de un discurso de Bismarck que deja elíptico, escribe en El crepúsculo de los ídolos, “de nada sirve haber matado a Dios si seguimos creyendo en la gramática”. Ciertamente, a Dios no se le mata verdaderamente del todo si seguimos creyendo que la verdad semántica enuncia el ser, sea porque ontificamos una significación estable para los términos involucrados, como quiere Platón, o sea porque respondan a la organización trascendental de la Razón, como quería Kant. Y tampoco se le mata del todo si seguimos pensando que con su muerte se pierde también todo el sentido posible que pudiera albergar el mundo, la inmanencia, deviniendo la existencia absurda, como decretaba el existencialismo francés. El sentido, las significaciones diversas e incontables que manejamos los hombres regresan por fin al mundo cuando desaparecen Dios y el Sujeto Trascendental. (Al fin y al cabo, el Sujeto cognoscitivo moderno no es más que coger un determinado fenómeno, por ejemplo las matemáticas, y, en vez de hacer directamente su investigación característica, duplicar el problema afirmando que tal fenómeno procede de una función anterior, el Conocimiento del Hombre, que para ser previo a las matemáticas ha de ser de suyo a-matemático, y que, sin embargo, posee la misteriosa facultad de matematizar… [5]) Se dirá que, naturalmente, nunca estuvieron en otra parte, y sólo los intereses de la Dominación o la “violencia de la Metafísica”, como se ha expresado dramáticamente, pudieron hacernos pensar otra cosa. Quintín solía sostener que la historia de la Filosofía es la historia no de sus problemas, sino de sus controversias. No de sus problemas, que bien pueden cambiar y ser postergados de un periodo histórico a otro o de una zona del planeta a otra, sino de sus controversias específicas, determinadas, materiales. El retorno de las significaciones al mundo, el “sentido de la Tierra” invocado en Así hablaba Zaratustra, reincorpora para los conceptos una genealogía real, que si no se entiende absolutamente gratuita, como hace el Idealismo, no puede por menos que concebirse como nacida en las disputas concretas, históricas, prácticas, de los hombres. Lo que ocurre es que, entonces, el campo de estudio del filósofo -e.d., del genealogista- se amplía enormemente. Ya no sólo se deben estudiar los debates entre los filósofos de la tradición, tal como los selecciona la imagen de la Metafísica, sino también entre los científicos, los líderes religiosos, los cabecillas políticos y un largo etcétera. Es por ello, creo, que Quintín sabía tanto y con tanta minucia de tantas secuencias de la historia europea: se trataba, nada menos, que de perseguir todos los hilos, rastrear todas áreas del saber para comprobar dónde, por qué y para qué era alumbrado históricamente un concepto, y, sobre todo, qué alternativas igualmente válidas, qué “sendas perdidas” había dejado tras de sí el fragor del combate, el fuego cruzado de la controversia racional.
Leibniz y Aristóteles no habían llegado tan lejos. Quintín dio cuenta cumplida y erudita de sus respectivas meditaciones acerca del enfrentamiento de las razones en muchos lugares de su obra (me dijo una vez que había tenido que “reencarnarse” en ambos para ser capaz de explicarlos), pero ninguno de los dos fue tan radical en este respecto como lo fue el propio Quintín. El motivo es, a mi juicio, claro: ni Leibniz ni Aristóteles tuvieron que enfrentarse al vértigo del nihilismo, a la brecha del Ab-grund, de manera que secundaban en gran medida la Metafísica de raíces platónicas, y reservaban para las controversias un reducto importantísimo, pero reducto al fin y al cabo. El nihilismo, en efecto, actúa como una línea de demarcación en filosofía -y no sólo en filosofía…-; como el mismo Quintín escribió una vez:
Incluso soy del parecer de que todo programa teórico que no enseñe claramente sus cartas en relación con el nihilismo debe hacerse inmediatamente objeto de sospecha[6].
Por tanto, Hegel tampoco resulta suficiente, aunque sea necesario. Hegel, de quien Quintín había aprendido muchísimo y muy esencial, había también pensado a su manera las controversias, pero diluyéndolas en la Dialéctica que atraviesa por el dolor de la disputa para resolverse en la monología de la Aufhebung. Y este es el punto. Mientras dura una controversia, todas las espadas teóricas continúan en alto, lo que prevalece es, pues, el pluralismo. Tales son momentos en los que brilla el pensamiento, porque pensar, en última instancia, es crear conceptos nuevos a partir de otros anteriores presionado por conceptos opuestos propuestos por un adversario o adversarios, en orden a decidir la praxis. En la contienda de la controversia se realizan tesis, antítesis, síntesis, todo a un tiempo, en un toma y daca de máxima intensidad y ebullición. En cambio, Hegel quiere que tal simultaneidad se distienda temporalmente de tal modo que las contradicciones resulten aparentes: primero una tesis, luego una antítesis y, por último, victoriosa, unívoca, superior, una síntesis. El final del drama es también el final del pensamiento, hasta que se produzca una nueva ocasión de controversia, aunque Hegel no lo entienda del todo así, ya que su aspiración final se orienta, una vez más, hacia la verdad semántica. Su resultado es una concreta nueva filosofía, una manifestación más del Espíritu, un alivio para la razón y para la vida de los hombres, pero no ya pensamiento vivo, activo. Las controversias, pues, asimiladas como estación de paso. (Sin embargo, imaginemos un Leibniz que prescindiera de la mónada divina, o un Aristóteles que admitiera el carácter convencional de los Primeros Principios y Causas, o un Hegel que retirase de sus consideraciones el Espíritu Absoluto, la Idea, la Historia Sistemática: pues esta es la óptica exacta en que los estudiaba Quintín).
Con Heidegger las cosas son más difíciles de elucidar y, por consiguiente, de evaluar. Quintín había aprendido también mucho y muy esencial de Heidegger, pero escribió relativamente poco acerca de él[7]. Yace siempre al trasfondo de su pensamiento, puesto que Heidegger sí afrontó el nihilismo casi desde el principio. De entrada, el pensamiento de Heidegger parte de la separación irreparable de logos y einai, pero apenas tematiza las controversias como tales. De hecho, en El origen de la obra de arte, redactado entre 1935 y 1936, escribe lo siguiente:
Un modo esencial en que la verdad se instituye en el ente abierto por ella misma es la puesta por obra de la verdad. Otro modo en que la verdad está presente es la acción que funda un Estado. Otro modo aun en que la verdad se manifiesta a la luz es la proximidad de aquello que no es simplemente un ente, sino que es el más acabado de los entes. Otro modo en que la verdad se encuentra es el sacrificio esencial. Otro modo aun en que la verdad acontece es la interrogación del pensamiento que, como pensamiento del ser, lo nombra en su dignidad de problema.
El primer modo esencial referido por Heidegger ha sido tratado ya en el opúsculo, los demás resultan misteriosos, y en su obra posterior sólo vuelve a ocuparse del último, la interrogación del pensamiento que, como pensamiento del ser, lo nombra en su dignidad de problema. La “acción que funda un Estado” parece demasiado claro, dadas la época y las circunstancias en que fue escrito el artículo. “El más acabado de los entes” es una alusión muy anterior a su explanación de la ontoteología en Identidad y Diferencia. “El sacrificio esencial” parece remitir al momento fundacional de la religión cristiana, o, si no, quién sabe a qué. Pero de la controversia, ni palabra, en la controversia no acontece la verdad, o no especialmente. Sin embargo, en Hacia la pregunta por el ser, de 1955, Heidegger se pregunta si
eso siempre idéntico, esa co-pertenencia de llamada y escucha, ¿será, pues, “el ser”?
Reduciéndolo a esa sola frase, voy a arriesgar una interpretación favorable a lo que venimos inquiriendo aquí. La llamada y la escucha no apelan a un "ser" trascendente, o que estuviera presente de cualquier otro modo, capaz de emitir "comunicados" a las invocaciones del Dasein, esto es obvio para el conocedor de Heidegger. Apelan, pues, a la diferencia ontológica, según la cual el ser difiere de toda entificación históricamente/acontecida en cualesquiera espacios de compresión del Dasein. Una totalidad del ente se manifiesta como tal desde un punto de vista interior al Geist de una cultura concreta, pero desde un punto de vista exterior permanece distinta de su identificación completa con el ser, de tal manera que la primera, en tanto constelación de sentidos determinados, jamás absorbe enteramente al segundo, que subsiste intacto en tanto reserva de posibilidades de significación aún no abiertas. Y esta situación es, para Heidegger, "siempre idéntica", tal vez lo único que podemos afirmar como constante fuera de la lógica de la identidad metafísica. Pues bien, es la existencia de otras culturas, y, por tanto, otras entificaciones efectivas, que expresan la realización de otras posibilidades, lo que se encuentra más allá del interior de una complexión de sentido determinada, por ejemplo, la nuestra, sin que ello suponga que semejante otredad se da en una esfera distinta a la de la inmanencia natural. Se trata, pues, de un exterior relativo, ya que, de hecho, lo mismo puede remitir a la interculturalidad que a la intra-culturalidad, es decir, a aquellos individuos o grupos en nuestra propia cultura cuyas proyecciones de sentido difieren de los consensos válidos para la mayoría, mayoría que generalmente funda su cohesión en relaciones de poder. Si esto es así, hay llamada, y hay escucha, cuando el interior se comunica con el exterior, su propio exterior o un exterior lejano, de modo que, o bien se establece un diálogo en el marco de una dulce y serena fusión de horizontes, como pretende la Hermenéutica de Gadamer[8], o bien, como sin duda es más frecuente, se produce una conflagración polémica, una controversia.
¿Será eso, pues, "el ser"?, se pregunta Heidegger en 1955. Las polémicas tiene lugar entre tradiciones, que, en esencia, son proyectos, dado que las señas de identidad que un grupo cree recoger del pasado son las que propone materializar para el futuro -el éxtasis del futuro, conforme a Ser y tiempo-, y en ellas acontece la diferencia ontológica. El cierre que determinada entificación histórico/acontecida supone se abre, y durante ese instante lógico, por así decirlo, se percibe la Diferencia, aparecen en el horizonte otras posibilidades de sentido y el debate desoculta, indica la verdad como desocultamiento. Cuando la controversia finaliza (suponiendo que no degenere en pelea, y, como escribe Chesterton, tal vez la principal objeción a una pelea es que interrumpe una discusión[9]), no se puede afirmar que una mayor cuota de verdad designativa, o de razón absoluta, haya sido absorbida en el proceso: no hay Aufhebung. Lo que hay es sólo, por decirlo metafóricamente, un puntual contacto con "el ser" que vuelve inmediatamente a perderse, y por eso Heidegger terminará por emplear en su obra la grafía del "ser" tachado. ¿Qué se ha ganado, entonces, si las controversias no se saldan en ninguna Aufhebung? No, desde luego, un resultado "limpio", para el cual la confrontación ha utilizado razones asimismo limpias. Las razones, por el contrario, expresaban intereses muy concretos y muy pasionales, y la tesis que triunfa, el concepto que se impone, depende en gran parte de las argumentaciones puestas en juego, pero también, en no pequeña medida, de las fuerzas reales que las respaldan. De ahí que Quintín hablase de su modelo de racionalidad como "pragmática sucia". ¿Qué se ha ganado, digo? Pues, sin duda, un ensanchamiento en los horizontes de comprensión históricos del Dasein, que jamás son absolutos. Pero también, y esto es incomparablemente más importante, la disponibilidad de la Libertad, ontológicamente entendida. Y la Libertad sí es absoluta, ya que, al esclarecer a la totalidad dada del ente como contingente, permite con ello a la co-pertenencia entre Dasein y ser abrirse a la pluralidad de lo real y entonces fundar lo ente... Frente a esto, la Metafísica tradicional ofrece únicamente la certeza de que la nieve es, efectivamente, blanca, en una inducción que se puede conjeturar bastante generalizada, pero a partir de la cual, y tomándola como modelo, se determinan y juzgan una infinidad de casos mucho más complejos para los que la Filosofía de la Identidad aporta una solución única, monológica, que tiende a no revelar apenas de quién realmente procede, o a qué intereses materiales específicos, a qué Voluntad de Poder responde.
III- Es cierto que esta visión del papel ontológico de las controversias dibuja un escenario esencialmente inestable: contra Platón, el mundo inteligible se torna inquieto, voluble, móvil, afincando en tiempos y lugares -e.d., contextos- bien determinados e intrínsecamente diferenciados. Quintín hablaba de dejar a un lado la nostalgia de la Metafísica, que nos prometía seguridad (una seguridad pasiva, añado yo), y exhortaba a perder el miedo, que sería miedo, añado también yo, a un futuro de praxis interminable, reanudada una y otra vez, eternamente. Quintín afirmaba, en este sentido, que la Libertad es la cara positiva de la Nada, o el nihilismo tomado en positivo: lo supera en el sentido de que lo aprovecha, lo rentabiliza, en modo alguno de que lo niegue. Por este motivo denominaba a su pensamiento también ontopraxeología, habida cuenta de que el ente puede ser configurado libremente en la praxis de la discusión. Así, la controversia es ontológica porque funda realidad: donde hay controversia hay trabajo de la razón, pero no necesariamente al revés, porque la razón se ocupa también de cerrar y articular campos semánticos, conforme a estrategias de saber/poder[10]¿Son las controversias episodios de la Ereignis heideggeriana, como lo era, para Heidegger, la verdadera poesía? Quintín sostenía que, en cualquier caso, la verdad acontece o no, pero mientras esperamos hölderlinianamente, si es que esperamos, qué duda cabe de que hay que actuar, de que urge pensar la convivencia social.
Una ontología pluralista se corresponde, al parecer de Quintín, con una toma de distancia inevitable respecto del modo moderno de entender la política. Es, de nuevo, Hegel, quien se interpone principalmente en nuestro camino a la hora de repensar el lugar de la política desde una visión diferente a la hora de plantear nuestro concepto de la racionalidad. Porque, en efecto, el hegelianismo establecía que es en el Estado moderno donde confluyen todas las líneas de fuerza de la Historia, consolidándose como el centro de atracción desde el que se organiza la entera vida del sentido de los tiempos que han roto con el Antiguo Régimen. En el Estado, y sólo en el Estado, la penetración gradual de la Libertad en la Historia se torna necesidad racional, pues es el Estado el que regula objetivamente a cada momento los espacios posibles de la libertad en el marco del Derecho. En un esquema monista de “Fenomenología del Espíritu”, como el que también manejan Karl Marx o el positivismo de Comte, difícilmente podría ser de otro modo. Porque el Estado apunta siempre de iure a la universalidad de sus realizaciones, pese a que éstas se muestren parciales y provisionales de facto, lo que faculta e inviste a la política moderna para la tarea de desempeñar la función tradicionalmente filosófica de cribar, en el contexto de las demandas de la polis, lo lícito de lo ilícito, lo racional de lo irracional. Por ejemplo: uno puede tener las relaciones sentimentales que quiera, o que le surjan, pero a los ojos del Estado esos vínculos indefinidos deberán ser conceptualizados como “noviazgo”, en vísperas de aplicarse las Leyes del Matrimonio, y además se pretenderá exportar este modelo a otras culturas por ser el más racional de entre los practicados históricamente. Ahora bien, si pensamos en términos de pluralismo ontológico, el panorama cambia drásticamente. En un mundo como el nuestro, que ni Hegel ni Marx ni Comte pudieron prever, en el que se ha producido la descolonización, en el que el horizonte de los intercambios del Capital es global, y en el que, además, se han conocido y todavía se conocen ingentes tragedias a escala planetaria a causa del intento (más o menos logrado, en todo caso ya irreversible) de Occidente de aculturizar otras regiones distantes del globo -por no hablar de la saturación informativa que supone la aparición de Internet-, el deber de enfocar el presente con una óptica plural se hace acuciante. A este deber del pensamiento lo llamaba Quintín una veces Post-política o Post-historia, como en otros ámbitos filosóficos contemporáneos y, otras veces, más en general, o más periodísticamente, si se quiere, Metapolítica o Postmodernidad. Pues al igual que puede ser cuestionada la metafísica clásica y medieval, anterior a la Revolución Francesa, puede ser cuestionada también, desde los parámetros de una situación histórica e ideológica distinta como es la nuestra actual, la política moderna desde una cierta posteridad de ella misma, esto es: desde el nuevo estado de cosas de la Metapolítica o Postmodernidad, en la que los modelos de unión sentimental son concebidos asimismo de manera plural.
Quintín argumentaba que la filosofía hegeliana era, en el fondo, una forma de economía libidinal, una, por tanto, lógica del deseo. Los muchos y tremendos incidentes del siglo XX han hecho estallar esa lógica unitaria en una infinidad de fragmentos que implican a la vez fragmentos de deseo y fragmentos del discurso. Discursos que vehiculan deseos al tiempo que deseos conformados por discursos. También la propia ciencia se ha fragmentado a lo largo de los últimos cien años, dando lugar a métodos dispares que buscan finalidades dispares y que son expresados por lenguajes dispares[11]. El pluralismo (que, si no me equivoco, comenzó filosóficamente en la era contemporánea de la mano de William James) no propone ningún ideal de multiculturalidad, porque como señaló Gianni Vattimo, una multiplicidad de “Unos” no constituyen una pluralidad, sino el monismo elevado a la enésima potencia. De hecho, la multiplicidad pensada en la consciencia del nihilismo conduce al pensamiento a la autodestrucción, lo que recuerda aquel poema del romanticismo acre de Heinrich Heine (Quintín, por cierto, admiraba y citaba a Heine, no este texto pero sí muchos otros), titulado De verdad:
Al anunciar el sol la primavera
las flores brotan y se abren.
Al iniciar la luna su senda
las estrellas la escoltan con su fulgor.
Al ver el cantor unos dulces ojitos
le nacen canciones del fondo del alma.
Pero esas canciones, estrellas y flores,
ojos, luna y sol deslumbrante,
por más que tales chismes nos gusten
¡cuán lejos quedan de nombrar el mundo![12]
Y es que nada nombra auténticamente la realidad cuando proliferan los candidatos para hacerlo y ya no creemos en la autoridad de la verdad semántica. El reinado del relativismo así está servido, pero servido por la Nada, dado que se es plena o vagamente consciente de que nada más que la voluntad sustenta las creencias y valores heredados o los autoproclamados deseos de cada fragmento cultural por separado. Aquí la Libertad actúa como un hacha de voluntarismo post-romántico: cada núcleo de sentido, sea individuo o comunidad, afirma su versión de esas canciones, estrellas y flores, ojos, luna y sol deslumbrante por pura autocomplacencia en su propio proyecto, y en perjuicio y hasta en guerra, si es el caso, con todos los demás modos del nombrar el mundo. En estas condiciones, la concepción del Estado ilustrado se muestra ya incapaz de centralizar la multiplicidad racional, aún recurriendo descarnadamente a la fuerza. A la situación del Estado soberano sobrepasado por una miríada de determinaciones tanto internas como externas, que no puede ya siquiera medirse con agentes económicos trasnacionales que lo torpedean desde todas partes, también lo denominamos hoy Postmodernidad. La Postmodernidad, como se ve, no sólo es la eclosión de una nueva sensibilidad artística, como se entiende comúnmente; es, también, y convergiendo con ella, un faktum irreversible que recorre el mundo entero transformando la forma de la política moderna. Y ello requiere, a juicio de Quintín, de una perentoria reflexión precisamente transpolítica, o, por mejor decir, metapolítica.
Porque, en cambio, si lo que afirmamos es la pluralidad ontológica, y no la multiplicidad relativista, lo que estamos diciendo es que la Libertad no puede atrincherase en duras burbujas autorreferenciales, sino que debe ponerse a la faena de acoger la cacofonía de voces entre las que habitamos para componer una suerte de gran polifonía, aunque, desde luego, polémica, controversial. “¡Es la Libertad, estúpido!”: oí a Quintín en una charla que puede encontrarse en Youtube remedar la frase popularizada en la campaña electoral de Bill Clinton de 1992, “¡es la economía, estúpido!”, en la forma “¡es la Historia, estúpido!”, para corregir a aquellos que, como Fukuyama, dan por terminado el drama humano del concepto. “¡Es la Libertad, estúpido!”, entonces, vendría a significar para nosotros aquí que ninguna determinación del Ser, sea por vía positiva, como ha trazado la Filosofía durante milenios, o sea por vía negativa, como ejemplifica el poema heiniano, puede agotar la capacidad de nombrar indefinidamente al ser de formas siempre plurales. No hay que tener tanta aprehensión[13], remarcaba Quintín, a desprendernos de la falsa seguridad de la Metafísica, de su férrea ordenación impostora, no pasa nada, nada es lo que pasa. A cambio, disponemos, por primera vez conscientemente, de la Libertad, que no es una proprietas humana, como quería San Agustín, pero que acontece en el hombre, o en la co-pertenencia hombre-mundo. Esas canciones, estrellas y flores, ojos, luna y sol deslumbrante no poseen, desde luego, una semántica única, estable, universal, pero ello tampoco tiene por qué arrojarnos a un pozo oscuro de relativismo, porque cada vez que canciones, estrellas o flores son nombradas desde plurales marcos de referencia, el ser es efectivamente aprehendido, aunque aprehendido de un modo práctico. Y esta es la clave, creo, del pensamiento ontológico de Quintín Racionero. El nihilismo, en efecto, resulta habitable cuando los conceptos se aceptan como reales en determinado campo práctico para el que y en el que adquieren sentido. Son reales, todos ellos, pluralmente, y finalmente verdaderos, porque representan reglas de vida que demuestran funcionar en el mundo asimismo real. ¿Y quién puede impugnar una regla, en tiempos nihilistas, si no es desde otra regla, lo cual establece no otro juego dialéctico de la Verdad, sino, ya por fin, una controversia pragmática, retórica? Yo no sé hasta qué punto Quintín llegó a aceptar el leibniziano “derecho de injerencia” que permitiría a la razón actuar decididamente frente al bloqueo que ciertas islas de sentido pretenderían para mantener incontaminada su versión de esas canciones, estrellas y flores, ojos, luna y sol deslumbrante. Pero creo que sí, que hubiese admitido la imposición de una universalización de la pragmática, de la controversia, por consiguiente de la contaminación, a fin de que todas las culturas se viesen en el trance de dar cuenta de sus opciones en un debate virtualmente interminable, o sólo terminable por motivos exclusivamente prácticos.
En qué marco institucional, objetivo, pudiera darse tal debate polifónico (en una expresión de Bajtin que le era cara a Quintín) es ya conjeturable; la realidad misma tendrá que encargarse de hacerlo posible, el filósofo tan sólo puede hacer hipótesis de futuro. Si aceptamos, convencionalmente, denominar “Filosofía” al cierre dominador tradicional del sentido por los relatos de la legitimación metafísica o política, podremos, entonces, con Heidegger, pasar a denominar simplemente “pensamiento” a la apertura libre del sentido en la vida de los hombres cuya condición de posibilidad histórica es el nihilismo. Todo concepto está socialmente construido, desde luego; por ello mismo, constituye una regla que otorga sentido a nuestras acciones. La gastronomía, por ejemplo, es construida culturalmente, pero no por ello deja de alimentarnos[14]. No tendría razón de ser afirmar que unas gastronomías son verdaderas y otras falsas (siempre y cuando no sean radicalmente venenosas y lo que se pretenda no sea precisamente envenenar); lo que se puede decir, sin más, es que podemos discutir cuál nos es más conveniente respecto a ciertos fines: bien disfrutar, bien nutrirnos, bien simbolizar nuestro estatus social, etc. Y no existe ningún estado previo, adánico, prístino, en que comer fuera un acto natural que más tarde la gastronomía ha pervertido. Quintín denunciaba la falacia del “estado de naturaleza” roussoniano, insistiendo en que toda instalación existencial del Dasein, por primitiva que nuestros prejuicios quieran entenderla, conlleva un universo de comprensión y es, por tanto, de hecho, un estado de cultura. (Algunos paleontólogos actuales, por cierto, parecen darle la razón, y hablan de que es inconcebible pensar al animal humano sin, por ejemplo, fuego; no hay un “descubrimiento del fuego” o, de haberlo -¿cómo? ¿cuándo?- tenemos ya que especular acerca de un antropoide superior que aún no es el hombre o que está a punto de serlo, pero conscientes de que se trata de pura especulación, de mitología, y no de ciencia empírica estricta).
Ahora bien: el “estado de cultura” que significa la Postmodernidad no plantea un mundo nuevo, que vendría después del mundo conocido de la Modernidad. Precisamente porque es pluralista, la Postmodernidad no renuncia a nada, tan sólo acierta a reenfocarlo. El propio Quintín lo expresa maravillosamente en este fragmento que no se encuentra entre sus publicaciones, porque pertenece a la transcripción de un seminario informal impartido en 1993 en el Colegio Mayor Chaminade, y que es uno de mis predilectos de entre los suyos (y, en realidad, predilecto en general...) Se disculpará el tono oral, y lo extenso del pasaje, pero realmente no tiene desperdicio, y hasta ahora me he cuidado mucho de citar directamente a Quintín para permitirme hacerlo ahora por lo largo:
¿Qué quiere decir libertad frente a verdad? Quiere decir que, sencillamente, frente a un discurso de la verdad, presentado como un discurso organizado de la totalidad expresable desde el fundamento, un discurso de la libertad sabe que es y solo puede ser un discurso fragmentario. Y ese discurso fragmentario es el discurso realmente acontecido en la historia del hombre, o, al menos, en la historia de Occidente. Teniendo, pues, en cuenta, para poder comprender esto, que la historia de Occidente ha sido una historia a doble plano. En un plano han ido ocurriendo, se han ido decantando verdaderos elementos de liberación. En otro plano, sin embargo, ha dominado una especie de superestructura -hoy sabemos no otra cosa que política-, en la que la unificación de la totalidad del sentido se manifestaba exclusivamente como fenómeno de dominación. Pero si podemos prescindir de este último plano, al identificar modernidad a ese nivel unificador, racionalizador, en el nivel del todo, generador íntegramente del sentido, desde el único punto desde el que puede generarse en ausencia de Dios, es decir, desde el Estado; si lo arrancamos, sencillamente porque es una carcasa vacía, porque es inútil, porque ya ha muerto, porque podemos certificar su declinación… entonces, no con ello se pierde la historia de Occidente, no con ello se pierde la historia de la filosofía, no con ello se pasa a un nuevo estadio. Lo que se recupera entonces son trazos concretos, dispersos, ya no sistematizados por ninguna unidad racional, de ejercicios auténticos de libertad. Libertad que ahora se interpreta como sustitución sotérica, salvadora frente al nihilismo, como verdad determinada. Y la historia de Occidente es eso: frente a la dominación, al exceso de la determinación o de la sobredeterminación, frente a la usurpación sobre todo de las fuentes de la determinación, la historia de Occidente es la historia de las libertades civiles, de la libertad religiosa, de la libertad política, de la libertad económica… como sucesivas y constantes conquistas de espacios fragmentarios que se dicen verdaderos en la medida en que en ellos se ejecutan efectivamente trazos concretos de libertad.
Pensar la verdad sería como pensar que hay una malla, una red tupida que pone en conexión todos estos tramos concretos, que los unifica desde un punto central, privilegiado. Pensar desde la libertad significa, sencillamente, en cambio, que el nihilismo en sus aspectos más negativos puede ser resuelto, obturado, puenteado, hacia zonas en las que el hombre encuentra determinación; que frente a la indeterminación del terror se encuentra determinación real, determinación real que se expresa en tramos concretos, específicos, ya cumplidos en la historia de Occidente. Desde este punto de vista, se comprenderá una segunda negación que he de hacer con la mayor energía. Ya hemos visto como se ve a los pensadores postmodernos como una especie de gentes alegres, estéticas, irresponsables... La segunda negación, pues, a hacer ahora recae sobre la creencia de que la postmodernidad constituye una ruptura con la tradición, con la historia de la filosofía. Por el contrario, lo que hace es consumarla, ejercerla, para lo cual, lo único que necesita es liberar a esas tramas concretas de libertad productora de determinación del contexto ruinoso e inútil de un discurso de la legitimación completa o de la legitimación total. “El remedio era peor que la enfermedad”, como señaló Nietzsche, si por remedio entendemos el de la saturación o el de la obturación completa de la nada. Pero la filosofía de la postmodernidad no renuncia por ello a la noción de “remedio”, lo que ocurre es que esta noción de remedio nunca obtura la nada, porque encuentra sus fuerzas justamente en la nada, porque sabe que todo elemento constructivo frente a la nada es un elemento que nace de la posición libre del hombre, del ejercicio de una potencia del hombre y no del reconocimiento de un fundamento o lo que quiera que sea. Por tanto, la historia que lleva derechamente a la teología medieval, a la modernidad epistémica a la postmodernidad es también la historia de las conquistas concretas a la libertad. Y de lo que se trata es de extenderla para liberar máximamente ese sistema, en el sentido de ni eliminar la conciencia de la temporalidad de la muerte, de la nada, de la contingencia ni, desde luego, en virtud de esa obturación, poder en cambio negar o falsificar las otras conquistas concretas, parciales, plurales, fragmentarias, en las que se da la única determinación posible, la única verdad posible. La verdad de la construcción de la libertad.
Por lo tanto, postmodernidad se expresa como maduración de la última fase de esa historia de las libertades, o de la penúltima, o de la ante-antepenúltima… Puesto que no se trata de decir: este punto termina aquel, o este punto concluye aquel otro. Lo que sí sabe ahora es que al haber intentado al menos romper el fundamento de la unidad de la razón, el fundamento de la generación política del sentido, sabe que con ello está entregando a los brazos o al seno de la nada la noción de episteme, la noción de verdad semántica, la noción de identidad parmenídea entre pensamiento y ser. Al tirar eso por la borda, no tira la historia de la filosofía (esa interpretación es una falacia, un insulto…), lo que tira por la borda es la pretensión de la unidad y la totalidad de la historia de la filosofía. Siendo eso así, se dice que en ese tiempo en el que es imposible generar ya un discurso de la totalidad, y en el que por ello mismo se puede recuperar la historia de la filosofía occidental, ese punto, justamente, es un punto abismático, es el punto de la pluralidad tecnológica, el punto del dominio completo de la técnica; un punto en el que lo que se juega es la posibilidad del declinar completo, o, por el contrario, de la salvación posible: se está en la cuerda floja. Ha sido la propia pluralidad tecnológica, la propia aparición de los discursos no consumibles en la unidad, la propia fragmentación del mundo, la acumulación productiva del mundo, la que ha traído como consecuencia la eliminación final del último de los grandes mitos legitimadores. Y precisamente por eso, porque el causante de eso ha sido la dominación tecnológica, la tecnificación planetaria, es por lo que, al mismo tiempo que eso puede tanto permitir la existencia de libertades concretas determinadas como puede también permitir la última fase de la dominación completa, la de la robotización del hombre, la de la desaparición completa del ser humano libre, y, por consiguiente, la de la aplicación puramente voluntaria de la verdad cínica. Sería una situación en nada desemejante a la del Gran Hermano conocido, a la de una posición orwelliana, finalmente rehecha bajo el ámbito de un Estado de dominación completa, de dominación planetaria.
IV- Siendo esto así, la ocupación del pensador se difracta todavía más. No sólo debe ocuparse de todas las ideas, y no únicamente de las expresamente filosóficas, sino que, además, debe preguntarse por las ideas que fueron formuladas pero no llevadas a la praxis, es decir, que por un motivo u otro no fueron realizadas históricamente. E, incluso, rizando el rizo, de las tácitas e inexpresas, lo cual acrece exponencialmente el haz de secuencias eideativas a las que puede dirigirse el pensamiento. Puesto que la Postmodernidad ya no cree en una Historia unitaria y lineal, lo que halla entonces en el pasado humano son pedazos, fragmentos, pero fragmentos que configuran en su acumulación el depósito de los modelos posibles de vida para el presente. Todo depende, pues, de lo que en cada momento se esté buscando[15], lo cual responde ciertamente a un interés determinado y autoconsciente del investigador, interés netamente incardinado -¿dónde, si no?- en las polémicas de su contemporaneidad. La práctica investigadora del propio Quintín ahondaba en esta dirección: en general, la imagen del pasado filosófico es metafísica, de modo que prueba a quitarla y, de repente, como por encanto, se alumbra otra tradición muy distinta, en la que las doctrinas y los paradigmas muestran su génesis pluralista, justamente polémica. A tal pluralismo exegético corresponden otros tantos puntos de vista que potencian enormemente la eficacia de la tradición: el Imperio Romano cayó, pero sus construcciones jurídicas sigue ahí, intactas en tanto incitaciones para nuestro pensamiento, imperecederas en tanto posibilidades reales de la praxis actual o futura. La multiplicidad relativista estudia el pasado como mónadas de sentido ya idas, muertas ya, mientras que la pluralidad postmoderna es una pluralidad enlazada: cierta perspectiva del ordenamiento jurídico romano no desmiente a otra posible, sino que se proponen simultáneamente reelaborando los datos de que disponen a la vez, y enriqueciéndose con ello mutuamente. (Dicho con otras palabras acaso más técnicas: su recíproca identidad, precaria y orientada inequívocamente a la praxis, descansa sobre un lecho, comparte una raíz, de comunes diferencias. Y a la inversa: las relaciones entre sus recíprocas diferencias atraviesan la identidad que crean conforme a su respectiva finalidad, desnucando con ello enteramente las aspiraciones de una Historia Universal concebida como un bloque indescomponible de sentido teleológicamente orientado).
Otros pensadores pluralistas a los que, hasta donde yo conozco, no les ha movido un gran afán de profundizar en la historia de la Filosofía, y que, tampoco, de un modo central, han tematizado el problema de las controversias, han alcanzado, sin embargo, conclusiones parecidas. Pondré dos casos, de los que debo confesar de antemano que conozco demasiado superficialmente. El primero es el de Nelson Goodman, que en Maneras de hacer mundos, de 1978, accede a una ontología plural a partir de la reflexión estética. Nunca oí a Quintín hablar expresamente de él, y tampoco hay nada publicado ni aún en cita sobre ello. Pero me consta que conocía al menos ese tratado, porque un día estando en su casa me sorprendió su título y al interrogarle me contestó que era un autor con el que compartía muchas cosas; la conversación, desafortunadamente, no fue más lejos. Goodman, en efecto, parece que interpreta el pluralismo ontológico como pluralismo “de mundos”, o pluralismo de “las versiones”. No versiones del mundo, lo cual supondría que Goodman está pensando en una suerte de multiplicidad perspectivística, puramente gnoseológica; por el contrario, no cabe, para él, hablar ni de un solo mundo del cual tenemos diferentes versiones, ni tampoco de muchos mundos substanciales de modo equivalente. No: sencillamente, se trata de subrayar que la referencia de nuestras versiones o de nuestros mundos no es previa a la construcción de tales versiones, sino interior a ellas. Lo primero, pues, lo originario, son las versiones, y toda referencia queda mencionada precisamente en el seno de ellas (lo que es lo mismo que señalar, con Quintín, que el Dasein habita constitucionalmente en un estado de comprensión, o de “cultura”). Fuera, en el exterior de una determinada versión, no hay algo así como una materia susceptible de percepción a la manera del noúmeno kantiano, pues ¿cómo podríamos signarla en-sí, al margen de toda versión? El positivismo lógico del Círculo de Viena no lo consiguió, como gustaba de recalcar Quintín, y desde entonces rige para la epistemología el llamado “Principio de Hanson”, que dicta que no hay hechos sin teorías, o el de Putnam, que añade a esto que no hay teorías desprovistas de códigos de valor… No obstante:
(…) La aceptación que tienen [Goodman remite a los artistas, sobre todo] otras versiones además de la de la física entre los pluralistas no implica relajación en el rigor alguna.[16]
Lo que hay “fuera” de una concreta versión es, pues, fehacientemente, otras versiones posibles que acaso acertarían a dar expresión a un tal hipotético -y metafísico- noúmeno de maneras distintas. Sólo tenemos, en realidad, fenómenos ya organizados, y, por consiguiente…
La identidad o constancia que existen y operan en un mundo es la identidad con respecto a aquello que está en ese mundo, en tanto organizado por él.[17]
A un mundo no le preceden datos desnudos, primitivos, sino siempre otros mundos anteriores, a partir de los cuales se construye uno nuevo (todo mundo, toda versión, es una sucesión, una superposición, un encabalgamiento -la expresión es mía- de mundos o versiones):
La construcción de mundos comienza en una versión y concluye en otra.[18]
Pero, también, un mundo o una versión conviven simultáneamente con incontables[19] otras versiones o mundos (todo mundo, toda versión, coexiste con muchas otros mundos o versiones, algunos anteriores, otros posteriores a su concepción). El problema de este planteamiento, naturalmente, surge cuando Goodman se enfrenta a la otra pregunta típicamente metafísica, que reza: pero… ¿son verdaderos o son falsos, tomados uno por uno, estos mundos? ¿puede entonces ser postulado un único mundo verdadero del cual todos los demás son versiones, por así decirlo, ficticias? Quintín solía decir al respecto que sólo la lógica de la identidad, esto es, la Metafísica, puede entender lo ficticio como opuesto a lo real. Las versiones son ficticias, sin duda, precisamente en el sentido de que son hechas, de que están haciéndose continuamente al tiempo que deshacen otras, como un nuevo traje que se cose sobre piezas y patrones de un traje previo. Pero no por ello estamos legitimados a decir que son irreales… ¿Cómo iban a serlo, si conforman la textura de nuestra vida entera? ¿Cómo, si acrecen constantemente el plexo de realidades entre las que (y por las que) vivimos? Habría que terminar afirmando, consecuentemente, que la historia completa de la humanidad es ficticia, y no sólo ella, sino también la de la biología, la de la geología y la de la propia cosmología, ya que las hemos escrito nosotros… Para no sucumbir a este absurdo, resulta mucho más fácil, y mucho más profundo, comprender que lo ficticio plural es el Taller del ser, como lo denominaba un pionero William James, y que la imaginación es, por tanto, en tanto coextensiva con el deseo, constituyente de realidad. Lo cual no significa en absoluto que deban ser aceptadas en igualdad de condiciones todas las versiones, como indica, una vez más, Goodman:
Pero aunque sean muchas las versiones correctas y los mundos reales no se anula, no obstante, la diferencia entre una versión correcta y otra errada, al igual que esa multiplicidad no nos obliga a aceptar la existencia de mundos meramente posibles, como si estos fueran una derivación realizada a partir de versiones erróneas, ni tal pluralidad de versiones y de mundos implica tampoco que todas las alternativas correctas sean igualmente buenas para cualquier propósito dado.[20]
“Para cualquier propósito dado”… Aterrizamos, nuevamente, en la praxis. Es por motivos prácticos que unas versiones funcionan para una comunidad o un individuo dados o no funcionan. Y la pragmática de la racionalidad incluye de suyo otras dimensiones además de la verdad intrínseca a una versión, a un mundo[21]. Quintín se remontaba a los tres Trascendentales del Ser de la lógica medieval, sirviéndose de un ejemplo jocoso: si alguien descubre que su pareja le es infiel, no sólo está interesado en la verdad del juicio sobre los hechos -lo cual sería inhumanamente frío y cerebral-, también quiere averiguar acerca de la bondad y belleza del acto: “¿y lo encuentras correcto?... ¿y te parece bonito?...” Verum, Bonum et Pulchrum. Por esta razón, dice Goodman:
Toda la verdad sería demasiado, sería algo excesivamente amplio, mutable y anegado de trivialidades.[22]
Toda la verdad no, pero toda la Libertad sí. Goodman, hasta donde yo sé, deja implícita la Libertad, pero es necesario presuponerla si de lo que se trata es de no cegar políticamente la fuente de las plurales maneras de hacer mundos. De ahí que añada que…
El reconocimiento de que existen muchas versiones alternativas del mundo no es signo alguno de una política de laissez faire. [23]
El liberalismo, clásico o extremado, tiende a relegar, en efecto, las diferencias a un plano privado, interpretándolas como “cuestiones de gusto”. De esta manera, impide a las versiones alternativas alcanzar una dimensión pública, al entenderlas como subjetivas y por tanto buenas para la esfera individual pero tóxicas en el terreno común. Goodman, al igual que Quintín, discrepan, percibiendo la situación al revés. Precisamente por ser versiones alternativas del mundo, se ofrecen como potencialmente compartibles por colectivos indefinidos de agentes, que, además, pueden participar de varias o de todas a la vez. Es un mundo y no un solipsismo lo que se propone, y como tal debe estar disponible justamente en el espacio público. Pero, claro, ese espacio deja de ser en ese mismo instante homogéneo para convertirse en una concurrencia de opciones vitales en concurso, lo cual plantea el verdadero problema postmoderno, que no es, ahora, cuál versión detenta nativamente la verdad (Ulises frente a los pretendientes…), sino, en la expresión de Goodman, cómo tiene lugar, entonces, el “ajuste” entre mundos.
En términos modernos, hegelianos, dicho ajuste se orientaría a buscar una solución única que solventase las diferencias entre versiones en orden a lograr la “reconciliación” entre los hombres. Se trata, ya se ha dicho, de una justificación -o, peyorativamente, una laminación- propiamente política. Es como si la pareja de la que hablábamos antes decidiera que, en vez de dejarse llevar, por la pura fuerza del acontecimiento, hacia una pelea sin remisión, que rompiese definitivamente el vínculo, o hacia una controversia razonada, que lo resignificase entera o parcialmente, lo más racional iba a ser acudir a un mediador profesional subvencionado por el Estado que recomendase olvidar lo más peliagudo del asunto -negación de la Negación- en espera de que una mayor madurez en la relación aclarase las cosas por el bien de los niños, o de la economía doméstica, o… etc. Mas no es de esta clase el ajuste del que habla Goodman. Aunque él no lo diga así, el ajuste sólo puede consistir en solapamientos, fricciones, empoderamientos, robos incluso, que se producen entre distintas versiones de mundo -teniendo como tienen algunas de entre ellas un "aire de familia" mayor que otras-, y cuya dinámica de entrecruzamiento plural sólo puede acontecer bajo la condición postmoderna de dar pábulo a un espacio controversial (lo cual no quita, siguiendo nuestro ejemplo, para que la pareja en cuestión no termine por ajustar sus diferentes versiones de la relación por motivos prácticos, como el bien de los niños o de la economía doméstica, pero nunca en la defensa de lo necesario de tal desenlace, pues otras posibilidades seguían abiertas, como el poliamor, la simple y llana amistad, etc.).
El otro caso de pensador pluralista que converge parcialmente con las posiciones de Quintín, en esta ocasión partiendo de la Sociología, es Niklas Luhmann. Sobre los trabajos de Luhmann, en cambio, sí que existen ponderaciones en la obra de Quintín, si bien con un carácter algo tangencial. Más que nada, se refería a él para sustituir el concepto matemático o lingüístico de “estructura” por el más abierto y diferenciado de “sistema autopoiético”. Es esta precisamente la principal modificación que Quintín realiza sobre Foucault, y lo que explica por tanto la gran distancia que se abre entre sus respectivas visiones filosóficas finales. Porque un sistema, en efecto, es tan abierto como cerrado, pues toda clausura interna mantiene a la vez la apertura al entorno. Si aplicamos esta idea a los sistemas sociales, se entiende que este planteamiento sea más permeable que la consideración estructural a la aparición de “ajustes” o “desajustes” entre sistemas. Por decirlo así, las epistemes reinan herméticas, mientras que los sistemas, en cambio, devienen[24]. Quintín señalaba, al respecto de esto, que las dificultades del Teorema de Gödel resultan no ser teoréticamente tan graves cuando se piensa no en los sistemas axiomáticos, sino en el marco de la comunicación. La comunicación, en efecto, es incompleta o es inconsistente desde un punto de vista estrictamente cognoscitivo, pero tal déficit no impide su flujo; al contrario: está en su propia naturaleza fluir a través o bien de sus incompletitudes o bien de sus inconsistencias, ya que suplementa tal déficit con valores y dimensiones morales y estéticos de los que carece la mera información con pretensión de valor de verdad, como vimos antes. El propio Luhmann señala en muchos lugares que la sociedad, en cuanto relación englobadora que es de todas las restantes relaciones, no está compuesta de acciones, como concebía la Sociología tradicional, sino, justamente, de comunicaciones. Y la comunicación es intercambio de diferencias, diferencias con respecto a la interpretación misma del mundo, que para Luhmann representa el conjunto máximo de acontecimientos posibles sobre el que se proyectan esas diferencias desde un sistema determinado del sentido (Sinn es el término alemán empleado).
La realidad, el ser, es, así, el máximo ejemplo de complejidad. Luhmann niega, como Quintín, toda dependencia del pensamiento de un discurso de tipo ontológico y toda dimensión única del ser, lo que, de nuevo, implica tomar partido por la Libertad frente a toda determinación estática y frente a toda unidimensionalidad monológica. Un sistema, por consiguiente, se autoconstruye mediante una selección de conexiones que acrece la previa complejidad al patentizar relaciones inéditas: como en Heidegger, pero con un lenguaje distinto, se admite la radical contingencia de las entificaciones sistémicas y la subsistencia de lo posible real atravesando la efectuación histórica de cada una de ellas.
El mundo es sólo tal como “horizonte” de posibilidades de selección y conexión,
escribe en Die Lebenswelt[25]. La propia identidad, científica o política -teórica y práctica, si esta distinción puede seguir haciéndose aún abstractamente- consiste para Luhmann en una unidad de diferencias. A este respecto, la divisa de Quintín pasaba por esa inversión que daba la vuelta a la filosofía de Kant para buscar, en vez de “la Unidad en la Multiplicidad”, la “Pluralidad en la Unidad”. Lo que ocurre es que luego Luhmann afirma que, puesto que para la autopoiesis sistémica no hay meta alguna, entonces la finalidad del pensamiento no es más que la autoobservación y autodescripción de los sistemas sobre sí mismos. Esta autoobservación es, por supuesto, práctica, y produce efectos prácticos a escala sistémica, pero da la sensación de que Luhmann no da cabida a intenciones teleológicas particulares de parte de proyectos locales y contingentes que sí acontecen fácticamente, y es aquí donde la postura de Quintín se separa terminantemente de él, si lo he comprendido bien. Porque, como dije más arriba, hay que actuar urgentemente en la praxis, por mucho que esa actuación sea comunicativa, y ya no son de recibo dialécticos “tiempos de espera” en los que se aguarde pacientemente el desenvolvimiento de unas hipotéticas Leyes de la Historia Humana. Y la praxis requiere agentes, o, al menos, participantes, cuya observación sirva a sus propios fines, fines de carácter colectivo, sin duda, pero no por ello menos vinculados a deseos específicos, concretos, inalienables.
No obstante, la teoría de sistemas tal como acierta a ampliarla Luhmann coincide en asentar que no existe una realidad común para diferentes observadores, sino una pluralidad de realidades construidas; ni una observación total de todas las observaciones posibles, sino observaciones parciales, incompletas y provisionales. Los sistemas, como las versiones o mundos de Goodman, conocen interpenetraciones que reducen la complejidad, a la vez que la manifiestan, pero, también como Goodman, Luhmann no establece el procedimiento por el cual dichas interpenetraciones se producen, quedando tal flujo entregado, en ambos autores, según creo, a una especie de devenir mecanicista. Por esta razón, cuando Luhmann habla de la emergencia de una nueva racionalidad, apunta hacia una racionalidad de la comparación, pero no de la polémica. Y cuando tiene que nombrar la Postmodernidad -que, como destacaba el propio Quintín, es un nombre desdichadamente equívoco-, lo hace en los términos de una suerte de "Ilustración de la Ilustración", consistente en “el intento de conquistar para la Ilustración sus propios límites”. Vamos a tratar de ver ahora, para terminar, si la demanda de la praxis no impone condiciones que, para Quintín Racionero, llevan tales límites más allá de sí mismos.
V- “Toda ontología es ontología política”. Esta frase, soy testigo de ello, junto a la de “Pensar la Diferencia”, quizá sea de las más pronunciadas en el interior de ciertos círculos de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid durante los años noventa del pasado siglo. Toda ontología es política no porque se deriven de ella consecuencias políticas, lo cual resulta obvio para cualquiera que no cultive el muy conveniente mito de la inutilidad y abstracción de la Filosofía, sino porque es de suyo, desde el principio, política. ¿Qué duda cabe, por ejemplo, de que los movimientos feministas, gays, multiculturalistas, ecologistas o de defensa de los niños o de los animales que proliferan hoy -y que Quintín reivindicaba, bien que pragmáticamente- son irrupciones políticas transgresoras en el contexto ya constitutivamente político del modelo moderno? Pero la verdadera política actual, a juicio de Quintín, es necesariamente micro-política, es decir, política de aquel fragmento o aquellos fragmentos que rehúsan ser reasumidos en los patrones de la totalidad epistemológica y normativa tardo-moderna, a la vez que se niegan a esconderse en un agujero elitista, a la manera de un vivir bien oculto epicúreo[26]. Ética y política se hacen en tiempos de Postmodernidad desde aquellos grupos que se atreven a erigirse en sujetos pragmáticos de diálogo, sencillamente porque sólo ellos evitan el nihilismo reactivo inherente al falso dilema entre o bien no hacer nada / nada se puede hacer, o bien la cooperación ilusa y aquiescente con lo existente, como si nada hubiera cambiado. La pregunta del pensamiento es, otra vez más, ¿qué pasa con esas todas esas nadas…? Pues pasa, hay que insistir en ello, que son perfectamente superables en lo que tienen de indeterminación, del abismo de la indeterminación absoluta, cuando, sin dejar de ser ellas mismas, se piensan de otra manera -lo mismo pero de otra manera: eadem sed aliter. En este sentido, el que me parece el testamento filosófico más extenso de Quintín Racionero al respecto de la concreción del problema práctico en la actualidad se halla en el artículo ¿Es posible pensar una renovación del ideal democrático desde una crítica postmoderna?, de 2007, escrito en colaboración con Mariano C. Melero[27]. Allí, Quintín, al que corresponde ya devolver la palabra directa, dice lo siguiente:
Hay que añadir que, cuando la postmodernidad exige que nuestra racionalidad sea vista como una experiencia particular, nada obliga a entender que esté con ello negando la posibilidad de adoptar una posición al mismo tiempo universalista, con sólo que ésta se afirme como una hipótesis pragmática de cara a una confrontación de argumentos. Llamaremos, de hecho, «universal pragmático» a todo contenido proposicional que se sostenga sobre el compromiso de buscar argumentos a favor de ciertos principios y reglas, en lugar de dar por descontada su universalidad. Pero entonces, si se admite este punto de vista, es razonable defender que principios como los de libertad e igualdad de los individuos, o reglas como la resolución de los conflictos por el criterio de las mayorías, no forman parte de ningún discurso etnocéntrico (aunque pertenezcan o se hayan originado en una cultura determinada), puesto que son susceptibles de universalización en virtud de ciertas argumentaciones, las cuales nos permiten salir a la esfera de la persuasión bajo la confianza de que podemos convencer virtualmente de su validez a todo ser racional. La libertad de conciencia o la prohibición de la tortura, por ejemplo, pueden considerarse propuestas cuyo alcance universal postulamos con objeto de poder defenderlas. Y, por lo mismo, podemos suponer también la capacidad de universalización de la democracia en virtud de que tiene a su favor determinados argumentos que pueden ser pensados universalmente, y mientras dicha justificación sea mejor que cualesquiera otras.
La democracia siempre y cuando haga posible el reconocimiento institucional sin restricciones del diálogo, de la controversia, y la democracia en tanto en cuanto se configure como auditorio real, y no sólo procedimental, del pluralismo ontológico. Por eso debe puntualizarse muy nítidamente de qué tipo de diálogo estamos hablando, motivo por el que Quintín, en el mismo texto, precisa poco después:
En términos de los requisitos que determinan la emergencia de la filosofía postmoderna, es importante recordar aquí que un «universal pragmático» no se alcanza, como en el caso de la pragmática universal de Apel y Habermas, por la suspensión (o por la puesta entre paréntesis) de los prejuicios propios de las distintas tradiciones, sino exactamente por lo contrario; o sea: por su desvelamiento, análisis e incorporación al cuerpo del diálogo.
El filósofo, como apuntaba yo antes, sólo puede hacer hipótesis de futuro (por otra parte, como cualquier otra persona instruida), pero sin la internacionalización de instituciones deliberativas a escala globalizada que sirvan de escenario a un debate de proporciones babélicas. La amenaza de un Estado hegeliano total, planetario, como lo imaginó Orwell, está a la vuelta de la esquina[28]. No se trata, desde luego, de requisitos puramente formales: las reglas del procedimiento del diálogo democrático deben poder ser también ellas mismas dialogadas por todas las partes, o los fuertes impondrán las suyas bajo un presunto -y débil- principio de tolerancia y todo quedará, como hoy tan a menudo ocurre en la actuación de los organismos internacionales, en puro protocolo mixtificadamente bienintencionado. No obstante, esto, de suceder, es intelectual y vitalmente imposible ponerlo al margen de una crítica del estado de la economía mundial contemporánea, sin la cual todo esfuerzo en esa dirección sería ciertamente inane. Curiosamente, en el artículo que estoy citando Quintín había dedicado todo un epígrafe -nada menos que 25 páginas- a esta cuestión, examinando la relación entre la reflexión sobre el capitalismo y la postmodernidad crítica, pero esas consideraciones fueron descartadas de la versión final (tal y como puede ser encontrada, por ejemplo, en Internet), seguramente por mor de la brevedad. Yo, sin embargo, las tengo en su forma original, y en ellas se puede leer, tras una formidable evaluación de los análisis sobre la cultura del Capital de Jameson, Harvey, Vattimo o Baudrillard, lo siguiente:
Lo que importa comprender en este punto es que si, por un lado, la cultura postmoderna comporta el rescate de un mundo que, de hecho, es pluralista, mediante la anulación de la identidad impuesta por la gestión del poder, y si, por otro lado, el programa de un pensamiento postmoderno crítico se organiza en torno a la autentificación de ese pluralismo mediante el cuestionamiento de la lógica del consumo abstracto vigente en el actual modo de producción capitalista, una y otra de estas dos cosas tienen sólo la posibilidad de acontecer exitosamente si logran sustentarse sobre el suelo de un reparto más igualitario que el que hoy se practica, así en lo que se refiere a la generación de recursos y disfrute de rentas, como en lo que atañe al acceso a los circuitos de difusión de imágenes con capacidad de influencia social.
A lo que acto seguido añade que “es posible rectificar y extender el modelo hoy vigente de consumo” porque “es posible también comprometerse con un punto de vista normativo universal como instancia pragmática de promoción de argumentaciones”. Y…
Esta afirmación presupone que, con todos los matices que deban introducirse, estamos al menos de acuerdo en dos principios. El primero, que existe un marco de racionalidad que nos es común y que podemos, por ello, compartir. Y el segundo que, para aplicarlo, reconocemos que el único ámbito idóneo es (incluso si no asumimos todavía ninguna definición concreta) la política democrática, cuyas prácticas y decisiones nos comprometemos a respetar. Ambos principios deben asumirse, sin duda, con todas las cautelas que hemos venido apuntando hasta aquí; pero no pueden negarse sin problematizar con ello la posibilidad misma de la crítica postmoderna al estado económico actual de las cosas, pues constituyen el único fundamento que confiere a tal crítica su presunción de legitimidad, más allá (como, de hecho, se afirma) de la cultura de Occidente.
Bien puede ocurrir, en cualquier caso, que incluso en una fórmula de capitalismo más equitativa los fragmentos no encuentren un reconocimiento dialogal suficiente en el viejo modelo del Estado-Nación, y entonces la internacionalización se haría efectiva, sin dejar de ser micro-política, en la forma de sociedades transversales compuestas de los adeptos a cierta práctica determinada (sociedades de biólogos, de partidarios de la energía solar, de aficionados a la música africana, y todos los innumerables ejemplos que se quieran poner). No es tan inverosímil como pueda a primera vista parecer: las tecnologías de la comunicación han puesto ya, de hecho, el soporte material para ello, y en cuanto a su impulso personal, humano, la ética individual, como ya no tiene por qué estar necesariamente ligada sólo al concepto de la responsabilidad ciudadana, al expandirse, al plurificarse ella misma, daría -ya, de hecho, da- lugar a la reunión comunitaria de estos intereses que, de otro modo, permanecerían estériles, aislados. Microsociedades que se rigen por reglas, reglas que representan libertad determinada, determinaciones que son construidas por encima de la nada del fundamento, hurtándose decididamente a los aspectos más disolventes de esa misma nada…
Pero, en general, el “universal pragmático” rige con un alcance mayor, representando el horizonte último de toda disputa racional. Quintín lo denominaba también “necesidad hipotética”, extrayendo la expresión de su lectura de Aristóteles y Leibniz. El “universal pragmático”, la “hipótesis de Necesidad”, formulan el secreto último y más profundo del pensamiento de Quintín Racionero: que, aunque sea meramente por hipótesis -y la conciencia del nihilismo impide que jamás pueda dejar de serlo-, debemos presuponer un máximo de racionalidad disponible para el logos humano, pese a que éste sea siempre un protagoreo[29] dissoi logoi, un conflicto inacabable de razones, sencillamente porque la alternativa no sería otra que el reinado indiscutido de la más irrefrenable y feroz voluntad de poder. Es decir: que hay que suponer, por motivos morales, por el bien del futuro del mundo, en fin, que es posible apuntar hacia un summum de racionalidad que se imponga sobre los intereses particulares y las razones instrumentales de los hombres, aún en la seguridad del an-arché, o sea, de que la ruptura entre logos y einai es definitiva. Por eso Quintín lo llama también, indisimuladamente, “voluntad de razón”:
Cara y cruz, aspectos reactivo y positivo de un fenómeno único, la voluntad de razón expresa una vía de cumplimiento, un rumbo de la voluntad de poder. Su negatividad se dirige contra las pretensiones de la identidad. Su nivelación se cumple en la patencia de la pluralidad de lo real. Lo único que hace falta es que esa voluntad acontezca, que esa voluntad se dé.[30]
Si se da (y puede perfectamente no darse, ya que estamos en el entorno ontológico de Lo Libre), entonces también debe darse la voluntad de construir esa razón aglutinadora pero siempre provisoria y siempre revisable con el aporte de todas las voces, presentes y pasadas. La traducción de unas a otras sólo puede ser parcial, y nunca perfecta, pero precisamente una pragmática de la comunicación la hace posible, aún muy precariamente, quizá por primera vez:
“A mano derecha” no es verdad ni es mentira, pero si en una Tierra Gemela este mensaje práctico genera un encaminarse de los pasos hacia nuestra izquierda, siempre puedo invertir la indicación para lograr el efecto deseado en el gemelandés. Estos juegos de traducciones pragmáticas es los que juntos mencionaremos (¿cómo denominarlo de otro modo, aunque no sepamos, o sea absurdo identificarlo?) realidad-práctica. Ya no es problema a qué llamamos realidad práctica, sino a qué caracteres llamamos practicidad. Ésta no puede rebasarse pero recorriéndola no dejamos de estar recorriendo realidad, aquello sin lo cual no hay práctica, pues es el lugar donde la práctica misma se lleva a cabo a su través. No siempre va a ser posible eliminar la contingencia en un encuentro de modo tal que halle su traducción y resolución prácticas, por descontado, pero esto al menos ya no es la pugna persuasiva o violenta entre solipsismos de Rorty.[31]
No hay porqué fingir, claro está, ninguna “tierra gemela” para toparse con la necesidad de esas traducciones pragmáticas, puesto que también se postulan en el cruce de las diferencias que se producen constantemente en el seno de cualquier sistema social, especialmente en Occidente, donde la crítica está más asumida por los poderes vigentes. Para ellas, en cuanto que sea verdad que queremos vivir en sociedades abiertas en una medida tal que ni Popper pudo nunca soñar, pueden arbitrarse medidas de cohesión que no por ello traicionen la pluralidad; Quintín pensó en algún momento en la fijación de conceptos comunes pero abiertos mediante la estrategia del “Als ob”…
¿Puede hablarse de una racionalidad de la Diferencia? ¿Puede pensarse en la Diferencia? Se puede pensar como el primer Wittgenstein que después de señalar el ámbito donde pueden cumplirse las condiciones lógicas sabemos ya que en todo el resto, el 99,6% de la realidad, digamos, lo que hay que hacer es callarse. Pero esto es imponer el silencio porque Wittgenstein quiere, pues pensar la Diferencia no tiene que ver tanto con la ausencia de determinaciones como con las determinaciones pensadas de otro modo, entendidas de otro modo: la lógica del “Als ob”, del “como si”, donde quizás pueda volver a hablarse de nuevo. Si se dice “Als ob…” lo que continúa son determinaciones completamente determinadas y no una caída en el misterio (…) Se demuestra la radical historicidad en que habitamos en el hecho de que tengamos que pensar el “como si” desde la identidad, ya que no tenemos otro punto de partida más que el modelo moderno que entiende que la antropología equivale a la ontología fundamental, y ya que no podemos irnos a otro sitio, a otro planeta desde el cual pensar de otro modo.
Wittgenstein cree poder arrancarse de la historia al decretar: de aquí en adelante, y sobre todo esto de aquí, silencio. La identidad ha de servir de estrategia a la Diferencia, y “de” la Diferencia. Las identidades “como si” son identidades débiles, provisionales (…).[32]
Este puede ser uno de los modos en que se verifique la “Pluralidad en la Unidad”, después de todo, aunque no le volví a oír hablar de él posteriormente. Pero, entonces… ¿qué es, pues, y tras el pobre y desmañando rodeo de este artículo, “pragmática sucia”, ese nombre que los alumnos de Quintín dieron a su pensamiento hace ya unos bastantes años? Cito, una vez más, aquel viejo curso de Ontopraxeología:
Tres condiciones de una pragmática sucia:
1- Lo posible. La realidad no soporta tantas posibilidades que todo quepa, que todo establezca referencia. Por ejemplo, “raza judía” es un concepto que ya no puede, tal como estaba circunscrito, mantenerse desde que Mussolini en Abisinia dio a conocer los falashas, los judíos negros.
2- Principio de orientación. Los cierres en lo plural del “Als ob” son siempre teleológicos, responden a fines que se saben proyectadas voluntades de sentido.
3- To theion (lo divino): las posibilidades no se manchan ni se alteran por las manipulaciones de los hombres, lo real queda siempre intacto y hurtado, a salvo (por así decirlo) de las “faenas” –en su doble sentido- de la comunicación.
"Lo divino", dicho metafóricamente en memoria de la civilización griega[33], pues se trata en cierto modo de un hondo compromiso vital que posee carácter casi religioso. Wittgenstein, como señalé al inicio, y haciéndose eco de una actitud típicamente filosófica, todavía entendía en los años treinta las controversias como malentendidos, niebla, revoltijo, barullo filosófico accesorio cuyo único destino es su clarificación final. Heidegger, al final de su trayectoria -concretamente en la conferencia Tiempo y ser-, pensaba ya, en cambio, en términos de la lógica del Espacio, y no del Tiempo, pues la pluralidad ontológica se despliega espacialmente, en tanto que conceptos distintos, y en parte contradictorios, coexisten, conviven yuxtapuestos unos a otros. La controversia, precisamente, diseña en este sentido gradualmente una topología del pensamiento en la que, lejos de andar corriendo tanto para no llegar a ninguna parte, como el conejo de la Alicia de Carroll, finalmente demorarnos y habitar. Uno está tentado de completar esta frase diciendo “topología del pensamiento… humano”, pero no hay razón para verlo necesariamente así, que es como lo hizo, programáticamente, la Modernidad. El pensamiento es pensamiento del ser, y, por tanto, pertenece tanto a lo que podemos llamar con el venerable y maltratado nombre de Naturaleza como al propio Dasein. Quintín repetía siempre que el pensamiento debe reconocer unos “derechos de la Naturaleza”, puesto que es la fuente originaria de todas las posibilidades, lo cual supondría reconocer también los derechos de los demás hombres y seres vivos[34], puesto que ellos son en cierta medida como la naturaleza para nosotros, al estar en posesión de otras costumbres y otros lenguajes que representan otras posibilidades vitales que ejecutar. No sólo de lo humano vive el hombre, por así decirlo, y creer lo contrario no nos ha conducido por muy buenos caminos. Es verdad que la blanca nieve de Tarsky podría ser nombrada de incontables modos por las culturas de los hombres, e incluso por los individuos particulares (repárese en el arte…), tantos que a veces ni siquiera nos parecería ya blanca o ni siquiera nos parecería ya propiamente nieve. Pero, no obstante, libremente nieva, y eso es un fenómeno sin duda divino al que tal vez solemos habituarnos demasiado pronto…
Tras un recorrido por el pensamiento de Quintín Racionero, tal y como yo lo veo, y aunque deje tanto que desear como el presente, cabe terminar, en este preciso sentido, con la palabra sagrada del Zaratustra de Nietzsche, que es la misma, no por casualidad, con la que acaba el Ulysses de Joyce: Sí.
[1] Publicado por primera vez en 1934 y traducido en castellano para Losada, pág. 71.
[2] Excepto, justamente, la polémica Leibniz-Clarke, de la que ya nos había hablado en sus clases Ana Rioja.
[3] Citado en Ludwig Wittgenstein, Ray Monk, publicado en 1990 y traducido en Anagrama, pág. 300.
[4] Ibídem, 308.
[5] Como se sabe, Nietzsche hacía chiste de esto haciendo notar, parodiando al médico de Molière, que hay una flagrante petición de principio en decir que cierta substancia duerme porque posee una vis dormitiva…
[6] Sujeto histórico, comunidad política y nihilismo privado, escrito en 2001, pág. 53, en Pensar la comunidad, colección Pólemos, Dyckinson, S.L. Pienso que este “no enseñar claramente las cartas” era y es el caso, por ejemplo, del pensamiento de Gustavo Bueno, al que Quintín dedicó, por cierto, también un estupendo artículo. Curiosamente para los tiempos que vivimos en España, algunas reflexiones que he tenido ocasión de leer firmadas por Iñigo Errejón, de Podemos, dan también por asumido el nihilismo, en la forma de admitir que su proyecto es sólo eso, un proyecto, no algo basado en una previa interpretación del ser, con la diferencia de que se trata, para ellos, de un proyecto autoconscientemente ético. La idea de reinventar el marxismo en términos de un proyecto fundamentalmente ético ya estaba, por cierto, en un artículo breve de Quintín para la revista Meta en 1986, La suerte del marxismo.
[7] Es mucho más habitual, en cambio, oírle hablar de Heidegger en grabaciones o en transcripciones de sus clases o conferencias. En general, me parece, a día de hoy, que la escritura de Quintín, aunque magnífica, es mala abogada suya. Siendo como es muy llana y aparentemente clara, resulta, sin embargo, comprimida, intrincada y demasiado dependiente de su bagaje particular, en el sentido de que usa la terminología filosófica con tal soltura que el lector debe estar familiarizado tanto con toda ella como con el modo en que Quintín la emplea en su retórica oral, que era ciertamente brillante.
[8] Que Quintín examinó, muy tempranamente, en vecindad con las pragmáticas limpias de Apel y Habermas, como derivas hegelianas en el largo artículo Heidegger urbanizado, de 1991.
[9] Autobiografía, pág. 224, traducida en Acantilado.
[10] Tengo la impresión de que el interés de Quintín por la obra de Michel Foucault se hizo mayor y más agudo en los últimos años, pero siempre de un modo más bien lateral que estuvo muy lejos de concederle la última palabra. Se hace explícito en alguno de los últimos artículos, en los cuales primero le asume y luego marca distancias con él, pero, sobre todo, esa influencia se percibe en la segunda parte de sus clases grabadas, La inquietud en el barro: el mundo medieval.
[11] Quintín se dedicó mucho a este asunto, que no voy a tratar aquí, al menos en dos artículos, que fueron la consecuencia de la polémica en la Juan March a que me he referido más arriba, No después, sino distinto. Notas sobre un debate entre ciencia moderna y postmoderna y El escupitajo de luna o esmeralda de los filósofos. Nuevas notas sobre ciencia moderna y postmodernidad.
[12] Traducción de Berit Balzer en Gedichte-Auswahl, Antología poética, Ediciones de la Torre, 1995.
[13] Nietzsche interpretaba psicológicamente (no de psicología psicologista, sino de psicología de la Voluntad de Poder) la Voluntad de Verdad como miedo o negación de la realidad, pero recuérdese que Heidegger pasó este punto de vista completamente por alto y habló, contrariamente, de un destino objetivo del ser en Occidente que se consuma en la técnica y su otra cara, el nihilismo.
[14] Escojo estos ejemplos más bien triviales, neutros, pero suficientemente gráficos, ex profeso por carecer en principio de carácter moral. Tratar de poner la reflexión moral después del análisis propiamente filosófico en vez de hacerlo disimuladamente al revés es también un rasgo característico del pensamiento postmoderno frente a la Metafísica, tal y como se dilucida en la obra, en este aspecto precursora, de Friedrich Nietzsche.
[15] Al propósito de concebir la historia como selección de hechos significativos conforme a determinada finalidad de la investigación, es decir, al empeño de insertar la lectura histórica en un circulo hermenéutico, dedicó Quintín en 1997 el artículo Postmodernidad e historia. Tareas de la investigación histórica en el tiempo de la post-historia.
[16] Maneras de hacer mundos, traducido por Carlos Thiebaut en 1990 para La balsa de la Medusa, pág. 22.
[17] Ibídem, pág. 26.
[18] Ibídem, pág. 135.
[19] “Incontables” es justamente la palabra que utiliza Goodman, curiosamente la misma que emplea Platón para referirse al número de la Ideas: a-meson. Es natural, si se piensa bien, puesto que “incontable” no compromete con la finitud ni con la infinitud a la hora de conjeturar una cantidad para las combinatorias posibles de los elementos que constituyen el plano inteligible.
[20] Ibídem, pág. 41.
[21] No hablo de “paradigma” o “paradigmas”, como popularizó Thomas Kuhn, porque entraña un esquema de comprensión de la relación entre paradigmas muy marcadamente hegeliano que nos sacaría de la actual cuestión.
[22] Ibídem, pág. 40.
[23] Ibídem, pág. 147.
[24] De hecho, como sostiene Ignacio Izuzquiza en La sociedad sin hombres: Niklas Luhmann o la teoría como escándalo, Anthropos, 1990, pág. 226: “El imperativo fundamental de autopoiesis de la sociedad es el mandamiento del “perpetuum mobile””. Un movimiento, claro está, conceptual y no sólo físico.
[25] 1986, págs. 179-80.
[26] Finalmente, esta es la contestación de Quintín a la posición última del post-estructuralismo francés. La enkratéia como una postura nihilista, de nihilismo privado, que se sitúa en el “afuera” porque no tiene ni cree que se pueda alcanzar un reconocimiento de las diferencias en el interior del marco reglado social, y que, por tanto, termina por investirse únicamente de un manto de autoprotección presentado como resistencia al poder…
[27] También en el más breve, del mismo año, Dioses, pueblos, individuos, propuestas para una política de la paz.
[28] O eso podía parecer en los noventa en debate con Fukuyama. Hoy, a mi juicio, lo que puede conjeturarse más bien es la instauración de una nueva Edad Media, en el sentido de que grandes grupos económicos privados, actuando como señores feudales, dividan el mundo entre prósperos clústers y zonas enormemente deprimidas.
[29] A propósito de Protágoras, creo que la razón de fondo de que Quintín tematice tan centralmente las controversias como momento ontológico del pensamiento y otros autores ideológicamente cercanos no lo hagan (por ejemplo, las interpenetraciones sistémicas de Luhmann o los ajustes de Goodman que he mencionado aquí), se debe a un rechazo inconsciente de la sofística antigua que Quintín no compartía; el injusto desprestigio de la Sofística es ya milenario…
[30] Sujeto histórico, comunidad política y nihilismo privado, en Pensar la comunidad, pág. 56.
[31] Cita de una transcripción directa de un curso de los años noventa titulado Ontopraxeología. Poco antes, Quintín se encontraba hablando de la obra de Hilary Putnam.
[32] Nuevamente, el tono oral de una transcripción noventera de un curso titulado Antropología filosófica.
[33] Mayor detalle erudito y filosófico al respecto en el artículo de Quintín Lo sagrado y lo perfecto. Contextos de lo divino en la Grecia antigua, en: F. DUQUE (ed.), Lo santo y lo sagrado, Madrid: Trotta, 1993, pp.77-139
[34] Hoy mismo, que termino este comentario, el Papa Francisco, apoyándose en la Carta a los Colosenses de San Pablo, como ya lo hiciera Wojtyla, ha insinuado un cierto “soplo divino” en el alma de los animales. Naturalmente, los animales no hablan y por tanto no pueden hacer valer sus puntos de vista, pero ya hablan por ellos, de una manera también plural, las sociedades proctectoras de los animales, los cazadores, los zoólogos, etc.