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 El problema del humanismo entre Heidegger y Derrida

 

Alejandro Escudero Pérez (UNED)



 



 

El punto de partida en esta cuestión filosófica es lo que cabe llamar la “obviedad del humanismo”. Éste parece inatacable: va de suyo, o eso puede creerse, que un ser humano sea “humanista”; y no sería una conducta “racional” tirar piedras contra el propio tejado.

Ahora bien, precisamente la filosofía se ocupa, en parte, de discutir lo obvio, de cuestionar lo evidente. Por eso se orienta hacia la articulación de una teoría crítica de la actualidad, del statu quo. No debe, entonces, si asume en serio ese cometido, dejarse seducir sin resistencia por los cantos de sirena del “prestigioso” humanismo.

Pero, ¿qué es el “humanismo”? (ese ante el que, según parece, deberíamos rendirnos enteramente promoviéndolo por todas partes, en la moral, en la política, en las artes, en la técnica, en la ciencia, en la religión). Aquí sólo cabe, una definición rápida (y ajustada a lo que después vamos a desarrollar con un poco más de detalle).

Diremos lo siguiente: el humanismo moderno es una “ideología” (una trama de creencias, en la que están mezcladas y amalgamadas cosas bien dispares). Una ideología destilada por la metafísica del sujeto, es decir, por la tesis de que el “Hombre” es el Fundamento del mundo, su arché y su télos, su alfa y su omega. Es lo que, en filosofía, encontramos desde Kant en adelante, hasta, al menos, Sartre. La metafísica del sujeto se fraguó, por cierto, en el paso (sustitución, ‘relevo’, diría Derrida) del teocentrismo medieval al moderno antropocentrismo.

¿Cuál es, sucintamente, el proyecto nuclear del “humanismo”? Humanizar lo deshumanizado. En eso, se supone, reside el Progreso: el acercamiento o la aproximación de lo real a lo racional. La perfección o la mejora vendría, progresivamente, de la universal aplicación de la “homo mensura”: ésta marca el ideal, la norma, el canon. Según esto, una “ciudad mejor” (o lo que sea) es una “ciudad más humana”. Pero, ¿es este un criterio firme y seguro, uniforme y claro, unívoco y estable? ¿No será, en el fondo, y pese a su obvia evidencia, un ideal vacío, un mero eslogan propagandístico, algo que lo dice todo y no dice nada a la vez?

¿Es, en verdad, obvio el humanismo? ¿No está, pese a su presunta transparencia y luminosidad, poblado por innumerables sombras o, incluso, tinieblas? Voy a mencionar una de ellas, para no dejar estas preguntas sin, al menos, un atisbo de respuesta. Por ejemplo, la sombra siguiente: hay un nexo intrínseco -interesadamente olvidado o silenciado- entre la moderna tecnociencia y el humanismo: es decir, entre un proyecto de control y dominio de la naturaleza y la “homo mensura”; el humanismo no es nunca, por lo tanto, un combate contra un mundo tecnificado y por ello, como se dice, “deshumanizado”. ¿Por qué? Porque la tecnociencia es algo que confirma y afianza -al menos eso se cree o se supone- tanto la “homo mensura” como el ser un Fundamento del Hombre en tanto Sujeto de la Técnica (y, así, dueño y señor de la naturaleza). El punto crítico aquí, es el siguiente: si la emancipación del hombre como meta de la Historia Universal implica, como un aspecto suyo, el dominio de la naturaleza por el sujeto de la técnica, entonces la liberación del hombre coincide estrictamente con la destrucción de la naturaleza (es lo que, con pavor, Horkheimer y Adorno constataron, justo después de la II Guerra Mundial, en su libro Dialéctica de la Ilustración). No puedo, ahora, profundizar en esta pista. Pero repito la idea principal: en el humanismo “no es oro todo lo que reluce”.

El siglo XX es el siglo en el que con virulencia ha despuntado la crisis de la modernidad (en su ciencia, en su técnica, en su política, en su ética, en su arte, en su religión). Y la crisis de la modernidad es inseparable -en su costado filosófico más profundo- de una “crítica del sujeto” (crítica, duda, cuestionamiento, de la tesis de que el Hombre es el Fundamento del mundo, el Sujeto de la razón); y, con ella, la ideología humanista también es, pues, consecuentemente, examinada, escrutada.

La crítica del sujeto -que arranca, en filosofía, en la primera mitad del siglo XX- equivale a volver a lanzar, a relanzar, la pregunta “¿qué es el hombre?” (esa pregunta que según el Idealismo kantiano era la pregunta filosófica, aquella a la que tienen que ser remitidas para ser respondidas todas las demás preguntas filosóficas). Preguntamos, pues, otra vez, una vez más, ¿quién soy yo y quiénes somos nosotros? (y también, ¿quién eres tú y quiénes son ellos? -la pregunta por “el” hombre, encierra, siempre, esta pluralidad, esta multiplicidad).

El motivo profundo de que esta pregunta excesiva y desbordante esté otra vez sobre la palestra, ¿Cuál es? Respondemos así: con la crisis del mundo moderno y de lo que en ella está llegando (a la vez rápida y lentamente) sucede que estamos en medio de una (ambigua, compleja, indecisa) redefinición del ser humano (de qué sea éste, de qué pueda ser). Tal mutación en ciernes encierra, siempre es así, una pugna en la que pujan fuerzas contrapuestas. Estamos, aquí, en el corazón de un arduo problema filosófico, algo que nos reclama emprender una serie de indagaciones que exploran un terreno a la vez conocido y desconocido. Si preguntamos de nuevo por el hombre es porque ya no sabemos quiénes somos y estamos llamados, por ello, a redefinirnos, a localizar eso que somos.

Es muy fácil, antes de empezar la indagación que acabamos de esbozar, perderse en las espesuras del bosque que surca ese problema y atraviesa esa pregunta. Creo que sería importante, por ello, trazar lo mejor que se pueda una serie de distinciones. Habría, me parece, que definir y contraponer al menos cuatro conceptos: humanismo, antihumanismo, posthumanismo, transhumanismo, incluyendo en cada uno sus variedades. Esta tarea es complicada, y sería ingenuo pensar que bastaría una completa “clasificación” para resolver el problema. Pero tiene que intentarse algo así, por provisional que sea en sus resultados pues si no la propia averiguación puede extraviarse antes de haberse emprendido.

En ese conjunto, la apuesta más racional, más oportuna, más adecuada a los desafíos contemporáneos, es, afirmo tentativamente, la del “posthumanismo”; es un término poco afortunado, enormemente equívoco. La falta de nombres certeros es también parte del problema (el mundo moderno despliega un juego con las cartas marcadas, pues el término absolutamente “positivo” –“humanismo”- se lo adjudica de antemano a él, el cual parece designar, como decíamos al comienzo, algo que no es ni racional ni razonable cuestionar o interrogar). Por lo tanto, ¿en qué consiste lo que equívocamente llamamos “posthumanismo”? Además de que este es un asunto de investigación, y por lo tanto un concepto referido a lo que desconocemos, conviene mantener un poco de suspense o de intriga. Poco a poco, iremos aportando unas pocas pinceladas que lo vayan retratando.

Arrancaremos, llegados aquí, con una tesis: Heidegger es uno de los principales pioneros del “posthumanismo” (y la razón es esta: Heidegger es uno de los primeros filósofos que emprendió una crítica del sujeto, es decir, un cuestionamiento de la figura del hombre que ha regido en el mundo moderno). Por eso es ineludible tenerlo en cuenta o contar con él en esta pugna, en este problema (los problemas, por cierto, son puntos de convergencia, centros densos de atracción, pero, también, a la vez, incluyen líneas de divergencia).

Ahora bien, y con el propósito de redoblar el suspense e incrementar la intriga, daremos en este momento, a lo que hemos llamado el “posthumanismo heideggeriano” un peculiar “giro derridiano”. ¿Cuál? Jacques Derrida nos dice, aquí y allá, que en el corpus textual legado por Heidegger está instalada una crucial ambigüedad entre el posthumanismo y el humanismo tradicional (Derrida no lo expresa exactamente en estos términos, por lo tanto, estamos realizando aquí una “traducción” de su propio corpus textual). Según esta afirmación en Heidegger hay rastros o restos de la tradición humanista, elementos que perviven y son reforzados, es decir: su corpus textual está secretamente regido por la inercia de una serie de supuestos no interrogados, un conjunto de piezas dogmáticas incrustadas en el seno de una teoría crítica. Esto es: en Heidegger hay una concreta mezcla de hallazgos y de rémoras. Los hallazgos preparan, en el medio teórico, una mutación en el ‘ser’ de lo que somos (apuntando hacia una redefinición de nosotros mismos) de índole “posthumanista”. Las rémoras son aquellas tesis o aquellos supuestos que impiden el radical despliegue de esos hallazgos (las cuales proceden de las distintas vetas de la densa tradición del humanismo occidental).

Hay, desde luego, en este importante “giro derridiano” implantado o injertado en medio del corpus textural de Heidegger, un momento clave al que llegaríamos si respondemos a esta pregunta: ¿tiene razón este balance o diagnóstico propuesto por el filósofo francés referido al filósofo alemán? Dicho más simplemente: ¿acierta o es certero? Esto es, desde luego, algo sobre lo que hay que pronunciarse, pero precisamente porque se trata de algo relevante, no puede aportarse aquí una respuesta ni simple ni precipitada.

Con el objetivo de aquilatar más lo que estamos exponiendo vamos a detenernos en un texto que Jacques Derrida redactó en 1968 (y que apareció publicado en 1972 en el libro Márgenes de la filosofía). Se titula “Los fines del hombre”. Es un texto rico, denso, extraordinario: tanto por lo que dice como por lo que puede leerse entre sus líneas. Únicamente puedo aquí destacar unos pedazos de su contenido. Para hacerlo me voy a referir a su contexto, a su tema y a su tesis (seleccionados, desde luego, desde la óptica de lo que aquí estamos planteando).

Lo que nos interesa del contexto del escrito de Derrida está, en gran medida, en las tres citas con las que comienza. Ellas dibujan una secuencia clave en la modernidad filosófica: Kant, Sartre, Foucault. Aquí el punto de inflexión está en el libro, publicado en 1966, Las palabras y las cosas: en él se declara, como es sabido, nada menos que la “muerte del hombre” (expresión que se presta, también, a todo tipo de disparates e incomprensiones). Tirando de este hilo diremos que el contexto es doble: a) la tesis filosófica del ocaso de la definición del hombre como el Sujeto o el Fundamento o la sede de la Razón; b) la tesis científica, propia del “estructuralismo” en el campo de las llamadas “ciencias humanas”, de que el “Hombre” no es en modo alguno el tema central de las ciencias calificadas de “humanas” (¿por qué? Porque radicalmente los seres humanos están imbricados en estructuras o sistemas -lingüísticos y sociales-, y, por eso precisamente, no hay nada identificable bajo el rótulo “el Hombre”).

El tema del escrito de Derrida es, como indica el título, el de los “fines” del hombre, es decir: aborda el asunto del hombre en o desde o hacia sus “fines”. La expresión “fin” es, aquí compleja, y si leemos el conjunto del texto comprobamos que Derrida señala, como cuestiones de indagación filosófica, al menos tres “fines” en los que, contemporáneamente, “el hombre” está delimitado, cercado, azuzado, traspasado. Estos tres fines son, en resumen, los siguientes: a) según la moderna metafísica del sujeto el hombre es propiamente el único fin, precisamente porque es el único origen; es esta una tesis antropocéntrica y antropomórfica, una tesis que implica que la emancipación del sujeto se cumple cuando coincide consigo mismo, cuando logra su interna identidad, cuando toda relación con lo otro es reducida a una relación consigo mismo (y es esto lo que puede mostrarse leyendo el corpus textual de Kant, Hegel, Sartre y Husserl); b) el fin del hombre también apunta hacia el ocaso de una figura del hombre: la tesis moderna del hombre como el sujeto universal de la razón, como fuente de toda ley y legitimación de todo orden (es el tema del libro de Foucault y el asunto destapado, en parte, por el desarrollo, en el campo de las “ciencias humanas”, del llamado “estructuralismo”); c) por último, el fin del hombre alude, además, a la cuestión central de la mortalidad humana, la cual marca indeleblemente la finitud del existir.

¿Cuál es la tesis o la hipótesis que cabe destacar del texto de Derrida? (relacionada con una tesis anterior que recordamos ahora: “Heidegger es un pionero del posthumanismo”). Derrida afirma: en Heidegger hay, pese a todo, en medio de todo lo que ha averiguado sobre esta cuestión, “un cierto humanismo” (página 161 de la traducción en la editorial Cátedra). Y esto es así no sólo en el “primer Heidegger” (el que leyeron y adaptaron en el “existencialismo francés”), sino también, con matices peculiares, en el “segundo Heidegger”. Dicho de una vez: dentro de la “pregunta por el ser” (y una vez destacado que la filosofía tiene que desplegarse como una “ontología”) la cuestión del hombre es una cuestión privilegiada (y esto, insistimos, en el conjunto del corpus textual de Heidegger).

El humanismo moderno (o, es lo mismo, la metafísica del sujeto, el idealismo) efectúa en un solo gesto dos operaciones: a) aísla a hombre, lo separa, lo toma como un ente “fuera de serie” (como una excepción absoluta); b) lo encumbra, lo endiosa, lo pone en la cúspide de todo, y por eso, lo define como el único legítimo Fundamento, el arché y el télos de todo (así, el Sujeto pensado por Kant en la Crítica de la razón pura o la Crítica de la razón práctica es un Sujeto “legislador”: es el origen de toda ley, de todo orden, sean en el terreno de la naturaleza o en el de la libertad, en la ciencia y en la ética).

Pues bien, Heidegger reitera -ambigua pero inequívocamente- esa doble operación, ese doble gesto filosófico: a) aislar o separar; b) encumbrar o situar en la cima de la pirámide.

Dejamos ya el magnífico texto que Derrida expuso en Nueva York en 1968 (en un coloquio internacional cuyo tema era “Filosofía y antropología”). Sólo nos queda, respecto a él, invitar a releerlo con la máxima atención pues sus aportaciones al asunto que estamos planteando son de primer nivel. Pero aún diremos unas cosas más para terminar por nuestra parte.

Arrancando desde las pistas ofrecidas por Derrida -es decir, de la tesis o hipótesis de que hay en el corpus textual de Heidegger, en tanto pionero del posthumanismo, un “cierto humanismo”- terminaremos destacando unas pocas y rápidas indicaciones extraídas de las indagaciones de Heidegger (nuestro propósito, por lejano que esté aún su logro, es acotar al menos un poco, en qué consiste eso del posthumanismo en tanto distinto del humanismo, el antihumanismo y el transhumanismo -términos estos que delimitan los términos o parámetros de la pugna o controversia contemporánea sobre qué somos nosotros).

Vamos a aceptar el tópico de un primer Heidegger y un segundo Heidegger; a pesar de que en el Seminario Le Thor, en 1969, Heidegger explicó que había formulado la pregunta por el ser según tres variantes: pregunta por el sentido del ser, pregunta por la verdad del ser y pregunta por el lugar del ser (y en esta trayectoria, en estos caminos del pensar, unos mismos temas se abordan desde perspectivas diferentes a la vez que van apareciendo y desapareciendo cuestiones y tesis). Además, y como recurso expositivo, acudiremos a lo que encontramos en los libros de contabilidad: esos en los que en un lado se apunta el “haber” y en el otro el “debe” (aquí el “haber” indica los hallazgos que nos parece importante retener y el “debe” los obstáculos que impiden su pleno despliegue -en general, se trata de supuestos tradicionales deficientemente interrogados y que se aceptan por inercia).

En el primer Heidegger (el que tiene su punto álgido en el tratado de 1927, Ser y tiempo) ¿cuál es el haber y cual el debe respecto al asunto del “posthumanismo”?

En el haber del primer programa filosófico de Heidegger mencionaremos los siguientes aspectos:

  1. La existencia humana (Dasein) no está capturada de antemano y definitivamente por una “esencia” (una identidad fija, permanente, universal y necesaria, única). El humanismo metafísico, o la metafísica en general, sea o no “humanista” en la acepción moderna del término, siempre asigna a los seres humanos una “esencia”, los “esencializa” y, con ello, a la vez que puede llegar a “exaltarlos” (situándolos en el punto más elevado de la jerarquía de los entes) también los “clausura” (introduce en ellos una cerrazón, un núcleo inamovible). Este es, nos parece, un hallazgo de primer nivel, que merece ser mantenido y desarrollado en todos sus extremos.

  2. El existir humano se caracteriza a priori por su ser-en-el-mundo (lo cual es un paso importante a la hora de desbaratar el modelo sujeto/objeto que ha regido en el marco del idealismo filosófico moderno); aquí habría que añadir la tesis de Heidegger de que los “comportamientos humanos” son “intencionales” (en la acepción fenomenológica) y, también, “desveladores” de aquello que comparece, de los fenómenos.

  3. La existencia está marcada por una relación consigo misma, pero esta relación no es concebida aquí bajo las dos pautas del idealismo moderno (‘conciencia’ y ‘reflexión’). Esta relación consigo misma de la existencia humana (su “irle su ser”, en el vocabulario de Heidegger) se concreta en la articulación singular entre un tener-que-ser y un poder-ser (con lo que a la existencia humana se la concibe como “ser de posibilidades”).

  4. Heidegger señala a la “Sorge” como el “ser” de la existencia humana; pues bien: ésta es a la vez “cuidado” e “inquietud”.

  5. Heidegger indaga en la mortalidad humana como índice de la finitud de la existencia (y, aquí, se pone de relieve la primacía del futuro, en tanto un futuro no definido exclusivamente desde el presente).

  6. La existencia humana es, radicalmente, “apertura”, lo que apunta hacia su versatilidad, su plasticidad, su labilidad. Por ello los rasgos del existir (los existenciarios) en tanto encauzan el poder-ser no son nunca equivalentes a las rígidas y monótonas “facultades” que tradicionalmente se han atribuido a la “naturaleza humana”.

¿Qué situar en el debe del primer programa filosófico de Heidegger?

Ante todo, lo siguiente: la primacía en la existencia humana de lo auto-referencial (el existir humano auténtico se despliega cuando en la relación consigo mismo se ha roto cualquier vínculo con la exterioridad). Aquí opera un supuesto no interrogado del idealismo filosófico, en el que el Sujeto es primordialmente auto-centrado, estando enclaustrado en su pura interioridad. Esta primacía de lo auto-referencial tiene muchas consecuencias, destacaremos dos: a) una prioridad del tiempo sobre el espacio; b) erigir a la existencia en un paradójico fundamento (por lo que la analítica de la existencia adopta la forma de una ‘ontología fundamental’).

Vayamos, con brevedad, al llamado “segundo Heidegger” (desde la segunda mitad de los años treinta).

¿Qué cabe mencionar en su haber? Por ejemplo, lo siguiente:

  1. Hay una primacía o prioridad del “ser” (diferencia, límite, posibilidad, acontecer) sobre la existencia humana (lo cual es el principal freno a cualquier tentación “humanista”).

  2. Si en su primera propuesta se afirmaba la radical concentricidad de la existencia humana en este segundo momento de la investigación filosófica se destaca la radical excentricidad del existir; en lo que concierne a la existencia humana su centro de gravedad está fuera de sí misma.

  3. La existencia humana está signada por la pertenencia a un Claro, la pertenencia a lo Abierto (metafóricamente: a un orbe despejado en un bosque, es decir, rodeado y cercado por lo oscuro, lo denso, lo impenetrable). Y con la pertenencia al Claro o a lo Abierto (como locus de la comparecencia de los entes siendo tal o siendo cual) surge la cuestión del habitar, del morar.

  4. Heidegger lleva a cabo una “definición” de lo humano intrínsecamente “relacional”; esto es nítido, por ejemplo, en la temática del Geviert (la cuaternidad, la conjunción a cuatro). El existir humano es un factor o un vector ni independiente ni autosuficiente que está intrínsecamente referido a otros vectores o factores sin los cuales no puede alcanzar (ganar/perder) su propio ‘ser’.

  5. La existencia humana está marcada por una encomienda: custodiar la diferencia del ser con los entes, y, así, por ejemplo, cuando la reconoce y la asume, impide que se erija en el centro del mundo un Fundamento (un dispositivo de clausura) y protege la inagotable riqueza de la totalidad de lo óntico, es decir, su fondo de reserva.

  6. El ser humano se despliega una y otra vez, y cada vez, según modos de ser, es decir, bajo figuras epocales y mundanas (precisamente esto indica una positiva ‘carencia de esencia’). Por ejemplo (y en griego, latín y alemán): zoon politikón, imago Dei, Subjekt (figuras rectoras, respectivamente, de los modos humanos de ser en la Grecia clásica, la Edad Media y la Modernidad).

¿Qué cabe mencionar en el debe de este “segundo Heidegger”? Por ejemplo, las tres siguientes:

  1. El rechazo o la negación de la “animalidad humana” (y, también, la fijación de una rígida y simple jerarquía entre la animalitas y la humanitas).

  2. No se tematiza expresamente la corporalidad humana. El énfasis o el subrayado del existir corpóreo es una clave relevante a la hora de desarticular los tradicionales “dualismos antropológicos” (de Platón a Descartes, de Kant a Husserl, etc.), según los cuales los seres humanos están divididos por dos partes, una superior y otra inferior (mente/cuerpo, para resumir); dos partes en la que una apunta hacia lo Inteligible (racional) y la otra está encadenada a lo sensible (irracional).

  3. La radical “alteridad” inherente al estar unos seres humanos con otros no es un asunto expresamente desarrollado, o al menos, suficientemente explicitado, y esta es una omisión importante.

Para terminar, vamos a indicar, sin ningún detalle, lo que nos parecen dos vías prometedoras de indagación que, aunque se mueven en parte en las coordenadas de Heidegger no pudieron ser desarrolladas por él en razón de lo que Derrida ha llamado con agudeza y perspicacia “un cierto humanismo” (es decir, estas dos vías no fueron desplegadas por él por la pervivencia incuestionada de unos supuestos procedentes de la tradición del humanismo metafísico).

En primer lugar, cabe desarrollar una “ontología de la naturaleza” en la que se sigua el rastro de la “diferencia del ser” (en su acontecer repetido) precisamente allí donde “el hombre no está” (con esto se profundiza en la tesis de la prioridad del ser sobre su comprensión por la existencia humana)1.

En segundo lugar, una específica “ontología del ser vivo” podría mostrar que en el trato de los “animales” con los entes (es decir, con lo que comparece y se muestra, portando tales o cuales rasgos, en su entorno, en su Umwelt), rige de antemano una peculiar “comprensión del ser” (comprensión posibilitante del acceso al ente, a los fenómenos, a lo que aparece). Por ello, los seres vivos “en general”, pertenecen, de modo singular según cada “especie”, al Claro, a lo Abierto. En esta vía de indagación, además, complementariamente, cabría conjuntar, por decirlo sólo reuniendo dos nombres propios, a Darwin con Heidegger con este propósito: profundizar en el posthumanismo, en ese reto o desafío que nos interpela en la actualidad desde el futuro y que nos llama a (re)definirnos en nuestro ser más allá de las falsas promesas y los profundos equívocos del humanismo2.



 

Bibliografía

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Dosse, François, Historia del estructuralismo, dos volúmenes, ed. Akal, 2004

Duque, Félix, Contra el humanismo, editorial Abada, 2003

Habitar la tierra, editorial Abada, 2008

Escudero Pérez, Alejandro, “La ruta del posthumanismo”, en Hojas de ruta, editorial

Ápeiron, 2018

Fédier, François, L’humanisme en question, ed. Le Cerf, 2012

Flahault, François, El crespúsculo de Prometeo, ed. Galaxia Gutemberg, 2013

Mattéi, Jean-François, La barbarie interior, Ediciones del Sol, 2005

Pardo, José Luis, El estructuralismo y las ciencias humanas, editorial Akal, 2001

Pinchard, Bruno (ed.), Heidegger et la question de l’humanisme, ed. PUF, 2005

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phénoménologie, ed. Le Cercle Herméneutique, 2013

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Schaeffer, Jean-Marie, El fin de la excepción humana, editorial Marbot, 2009

Trías, Eugenio, “Luz roja al humanismo”, en Teoría de las ideologías y otros textos

afines, ediciones 62, 1987



 

 



 

1 Antes de que la especie humana y, en general, la vida orgánica emergiera en la biosfera del planeta Tierra, ya impera de antemano el “ser” en la Naturaleza y sus estratos (el físico -con sus tres niveles, el microcósmico, el mesocósmico y el macrocósmico- y el químico). La Naturaleza, a priori, está desdoblada en Natura naturans y natura naturata, es decir, sostenida y atravesada por la diferencia del ser, por el límite, lo posible y el acontecimiento (y hay, también, un nexo por explorar entre lo que los cosmólogos denominan “Big Bang” y lo que Heidegger llama “Ereignis” y, también, entre los “universos paralelos” de la astrofísica y los “mundos posibles” tematizados desde una ontología del acontecer). Es importante aquí resaltar que la Naturaleza, en ninguno de sus estratos (físico, químico, orgánico) está organizada de una vez por todas y definitivamente por una rígida y jerárquica trama de esencias eternas (es decir, el ‘ser’ no puede ser identificado o atrapado por una “esencia”).

2 En la segunda parte de nuestro libro Hojas de ruta, Áperion ediciones, 2018, ampliamos algunas de las cuestiones que han sido esbozadas en este artículo.

 

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