Comentarios a Los desposeídos de Ursula K. Leguin
Simón Royo Hernández
Ursula K. Leguin escribió y publicó en 1974 una magnífica novela de ciencia ficción, Los desposeídos, título contestatario de Los poseídos de Dovstoievsky. Un libro de ciencia ficción, social y especulativa, que estructuró de manera dialéctica, como un diálogo entre dos planetas, el libertario de Anarres, donde viven los odonianos, y el capitalista de Urras. El protagonista, Shevek, es un filósofo-científico anarquista, un físico, que pretende desarrollar una teoría que permita la construcción de un ansible, es decir, un dispositivo de comunicación interestelar que deje atrás las limitaciones de la física relativista y la velocidad de la luz para desplazarse de manera instantánea.
Lo importante de esta famosa novela es el encuadre y contraste entre dos sociedades, una como la nuestra, parecida a la nuestra, y otra, libertaria o anarquista. Ahora bien, en esa utópica comunidad solidaria del planeta Anarres, en esa novela futurista de título contrario al de los posesos o endemoniados de Dostoievski, la titulada Los desposeídos, no hay gobierno, no hay opresión, no hay violencia, pues se trata de un lugar en el que se han eliminado los instintos de posesión y propiedad y reina la comunidad de bienes, pero todavía se trabaja. Se trabaja en lo que se quiere, sí, y rotativamente, pero ocho horas al día: “aquí era día tras día, ocho horas por día, en el polvo y el calor” (Cap.2); mayoritariamente en plantaciones y minería en un lugar inhóspito, donde no hay animales terrestres sino solamente marinos e incluso escasea el agua dulce: “Había poca agua en Anarres; el agua potable escaseaba en casi todas las regiones (…). En las épocas de siembra y cosecha todos los mayores de diez y los menores de sesenta trabajaban en los campos, el día entero” (Cap.6). Por el contrario, Kropotkin, en La conquista del pan, propuso ya la jornada de cinco horas para una sociedad de su tiempo pero organizada de forma cooperativa y autosuficiente. Aunque Ursula Le Guin primero dijo que 8 horas era la jornada, después, más adelante, lo plantea entre signos de admiración: “algunas de estas asistentes son médicas; ¡y trabajan ocho horas por día!” (Cap.4); para más adelante aún rebajar la cifra a entre 5 y 7: “La mayoría de los anarresti trabajaban de cinco a siete horas diarias” (Cap.6). Pero, en el mismo capítulo, también se dice: “Takver investigaba también por cuenta de ella, pero el trabajo y los peces tenían sus propias e imperiosas demandas: pasaba de dos a diez horas diarias en el laboratorio, sin jornadas de descanso” (Ibid.). No está clara la jornada laboral libertaria en Anarres.
Yerra entonces la utopía futurista, no ya por las incongruencias en las horas de trabajo, sino al imaginar el lugar idílico con escasez frente a la abundancia de los egoístas del planeta Urras, compradores de materias primas. En el mundo altruista, solidario, libre e idílico, tendría que haber más ocio y más abundancia, tendría que ser autosuficiente, como ciertamente lo es pero sin penuria, luego habría de ser también económicamente mejor que su opuesto. Si nos cuesta imaginar juntos la ausencia de trabajo y la abundancia es porque estamos acostumbrados a pensar en términos de producción y de trabajo individual. Y además, prescindir de la Historia, renegar del pasado y abrazar totalmente el presente y el futuro es la mejor opción para no repetir los errores pretéritos. El nada en exceso ha de ser compatible con la existencia de excedentes.
Luego parece, siguiendo linealmente la narración, que en la sociedad egoísta descrita por Le Guin, ya en el planeta Urras, solamente los estudiantes serían libres, como se indica en el capítulo 5: “Los estudiantes eran jóvenes de mentes bien entrenadas, despiertas y perspicaces. Cuando no estaban trabajando, descansaban. No tenían una docena de otras obligaciones que los embotaran y los distrajeran. Nunca se dormían de cansancio en clase porque la víspera hubieran estado ocupados en tareas rotativas. La sociedad los mantenía completamente libres de necesidades, distracciones, cuidados”. Ideales estudiantes, como hemos sido algunos cuando hemos estado absorbidos por la vocación y sin dejarnos distraer demasiado por el consumo y las emociones, magníficos tiempos estudiantiles fueron aquellos que se hurtaron a la necesidad, al consumo e incluso a las exigencias académicas, cumplidas con facilidad por quienes las exceden y sobrepasan. Sin embargo, sigue y dice Le Guin, “esa falta de obligaciones era proporcional a la falta de iniciativa”, lo cual, es rotundamente falso, como lo es que por eso faltase igualmente la capacidad de “intuición”. Muchas veces, después de haber oído diez o veinte veces la misma cosa, es probable que se tenga una intuición súbita y que esta intuición trascienda la significación habitual, lo que le puede ocurrir a todo el mundo. Precisamente la falta de obligaciones o, más bien, las obligaciones ya cumplidas, son lo que dan libertad para la iniciativa de vagar libremente. En el capítulo 6 no parece que los utópicos odonianos del planeta Anarres vivan en la escasez espartana que a veces se hacía notar, pues el protagonista además de laborar en sus investigaciones de Física: “Iba con grupos de jóvenes alegres a los campos de atletismo, a los centros de artesanía, a las piscinas de natación, a festivales, museos, teatros y conciertos”, siendo el ocio lo que genera el estado de relajación y atención necesarios para tener intuiciones fructíferas.
En tal estado de libertad investigadora el peligro, si es que lo es, es el de la dispersión, no el de la falta de iniciativa, ya que las iniciativas se multiplican y prontamente se abandonan sin que se tenga la continuidad de una labor duradera en el tiempo, lo que sí que requiere de una suerte de obligación. Curiosamente es entre los profesores y estudiantes intelectuales del satélite-planeta egoísta de Urras y no en la utópica Anarres donde Le Guin sitúa la libertad para los investigadores: “Nada que distrajera la atención. Ocio completo para trabajar”, escribe la autora en el capítulo 5. Claro que eso se lo consienten esperando les proporcione Shevek el resultado de sus investigaciones sobre teoría física que les permitirían insospechadas aplicaciones tecnológicas.
Ahora bien, el estado intelectual libre dejado a su libre discurrir es disperso y zozobrante, por lo cual, cualquier obra sistematizada y acabada falsea el estado natural de la mente libre divagante en aras de conseguir un pensamiento solidificado. Es en el estado libre y divagante donde aparecen las intuiciones, ricas y jugosas frutas que luego la obligación explota hasta secarlas como una pasa y ofrecerlas al público. Quizá vaya siendo hora de que se acepten y aprecien pensamientos en estado disperso y fluido, más allá del aforismo, representantes más genuinos del pensar que lo que la historia del pensamiento solidificado y apilado en las estanterías nos muestra.
Incluso en el planeta utópico del no-egoísmo sin gobierno ni leyes parece que subsisten formas de impedir la libertad individual. Tal y como se nos presentan las investigaciones físicas del protagonista, Shevek, no tienen cabida, al ser nuevas y al no poder ser compartidas allí más que por unos pocos. Pero tampoco le permiten compartirlas con el planeta enemigo, por lo que le dice otro personaje en el que también crece la disidencia, Bedap: “La vía más eficaz para destruir las ideas no es reprimirlas sino ignorarlas. ¡Y eso es precisamente lo que nuestra sociedad hace! Sabul te usa cuando puede, y cuando no, te impide publicar, enseñar, hasta trabajar. ¿Verdad? En otras palabras, tiene poder sobre ti. ¿De dónde lo saca? No de una autoridad constituida, no existe ninguna. No de la excelencia intelectual, que no la tiene. La saca de la cobardía innata de la mente humana común. ¡La opinión pública! Sabul es parte de esa estructura de poder, y sabe cómo usarla. La autoridad inadmitida, inadmisible que gobierna a la sociedad odoniana y sofoca el pensamiento del individuo. (…). ¡Y yo hablo de sufrimiento espiritual! De gente que ve malgastado su talento, su trabajo, su vida. De mentes bien dotadas sometidas a mentes estúpidas. De la fortaleza y el coraje estrangulados por la envidia, la ambición de poder, el miedo al cambio. El cambio es libertad, el cambio es vida... ¿Hay algo más básico en el pensamiento odoniano? ¡Pero ya nada cambia! Nuestra sociedad está enferma” (cap.6). A lo que contesta el propio Shevek escudándose en el argumento según el cual la pobreza obliga: “No es nuestra sociedad lo que frustra la creatividad del individuo. Es la pobreza de Anarres. Este planeta no fue hecho para albergar una civilización. Si dejamos de ayudarnos unos a otros, si no renunciamos a nuestros deseos personales por el bien común, nada, nada en este mundo estéril puede salvarnos. La solidaridad humana es nuestro único bien” (Ibid.). Conclusión: por escasa que sea la burocracia y la autoridad, por mínima que sea, engendra un nuevo autoritarismo y dos castas, dos clases que provienen no solamente del gobierno sino ya de la simple administración. El problema de los expertos que devienen tecnócratas, de las asambleas y los jefecillos, aparece claramente reflejado en la novela, sin dársele solución.
Parece entonces que Ursula Le Guin concibe la creatividad no como un asunto social sino como algo nuevo y original que surge en una mente individual y aislada. Esa posición de la autora respecto a la creatividad, toda una teoría y decisión estética implícita, incide en su libro a la hora de representar el fracaso de la sociedad utópica.
El protagonista, Shevek, una vez emigrado de su planeta, en el otro, es primeramente ajeno a las clases desposeídas de Urras, pues como intelectual reconocido se encuentra rodeado de ricos intelectuales en el planeta vecino, un lugar donde abunda lo considerado en su espartano planeta de origen como excrementicio o sobrante. Averigua por una nota anónima que hay anarquistas en el planeta hostil pero no encuentra a ninguno, aunque luego los buscará. Se entera por los medios de comunicación de una revolución en otro país del planeta, en Benbili, lugar con una supuesta democracia parlamentaria pero en realidad una dictadura militar.
Un urrasiano, Oiie, le explica al protagonista, desde su punto de vista, lo que pasa allí: “La sociedad odoniana se llamaba a sí misma anarquista, decía, pero en realidad eran simples populistas primitivos que vivían sin gobierno aparente porque la población escaseaba y no tenían Estados vecinos. Cuando la propiedad de los odonianos fuera amenazada por un rival agresivo, o despertaban a la realidad, o serían exterminados. Los rebeldes benbili estaban despertando ahora a la realidad: descubriendo que la libertad es inútil si no hay armas para defenderla. Le explicó todo esto a Shevek, discutiendo con él” (Cap.7). El odoniano del planeta Anarres desprecia tal punto de vista realista, lo abomina, pero no ofrece en contra más que su moral. Está voluntariamente preso de “los arquistas, dominados por la mística de las fronteras nacionales” (Ibid.) como nos indica Le Guin, enfrentando su egoísmo con su altruismo.
Shevek acaba vagando solo por la ciudad escapándose de quienes le acechaban y al verse rodeado de la gente de la ciudad, los encontró a todos ansiosos: “Ya antes había observado esa misma ansiedad en las caras de los urrasti, y se había preguntado cuál sería la causa. ¿Sería porque, aunque tuvieran mucho dinero, estaban siempre preocupados por ganar más, por el temor de morir en la pobreza? ¿Se sentirían culpables porque aunque tuvieran muy poco dinero siempre había alguien que tenía menos? Cualquiera que fuese la respuesta, todos los rostros se parecían. Shevek se sintió terriblemente solo. Al escapar de la custodia de guías y guardianes no había previsto cómo se sentiría a solas en una sociedad de hombres desconfiados, en la que la premisa moral básica no era la ayuda mutua, sino la agresión mutua. Estaba un poco atemorizado. Había imaginado vagamente que iría de un lado a otro por la ciudad y hablaría con la gente, con miembros de la clase desposeída, si había aún algo así, o de las clases trabajadoras, como ellos las llamaban. Pero toda esa gente pasaba de largo, presurosa, ocupada, nada dispuesta a conversaciones ociosas, a perder un tiempo valioso” (Cap.7). Los ansiosos habitantes de clase media y alta de Urras no se detienen, su ansiedad proviene de la prisa, de un tiempo acelerado. Habría entonces que suponer que aunque laboriosa y espartana, la sociedad utópica habría de tener otro tempo de trabajo, menos prisa, ser menor en intensión y en extensión, pero nada en la novela nos hace pensar en un trabajo distendido allí y sin premura.
Lo único que tiene el Anarres odoniano anárquico superior al Urras egotista son la paz ética en el rostro de uno mismo y del otro, ya que, ante la pregunta de si ese mundo es maravilloso, responde el protagonista: “No. No es maravilloso. Es un mundo feo. No se parece a éste. Anarres es todo polvo y colinas secas. Todo estéril, todo seco. Y la gente no es hermosa. Tienen manos y pies grandes, como yo y como este camarero. Pero no grandes vientres. Se ensucian mucho, y se bañan juntos, nadie aquí lo hace. Las ciudades son muy pequeñas e insignificantes, son tristes. No hay palacios. La vida es opaca, y el trabajo duro. Uno nunca puede tener lo que quiere, y ni siquiera lo que necesita, porque no hay para todos. Ustedes los urrasti tienen suficiente para todos. Aire suficiente, lluvia suficiente, pastos, océanos, alimentos, música, edificios, fábricas, máquinas, libros, ropas, historia. Ustedes son ricos, nosotros pobres. Ustedes tienen, nosotros no tenemos. Todo es hermoso aquí. Menos las caras. En Anarres nada es hermoso, nada excepto las caras. (…). Porque nuestros hombres y mujeres son libres. Y ustedes los poseedores son poseídos. Viven todos en una cárcel” (Cap.7). ¿Cárcel opulenta frente a estéril libertad? ¿Por qué la autora ha descrito la sociedad ideal de ayuda mutua en un planeta estéril y pobre? ¿Quizá porque ha presupuesto que ninguna otra sociedad admitiría que los colonos o prófugos erigieran la sociedad sin clases en un lugar de riqueza y abundancia? El hambre y la sequía se ceban en la sociedad libre, cooperativa y solidaria de Anarres, pero no por imperfección humana sino por lo desértico del terreno compartido. Hay que repetir que semejante concepción es un error y que el nada en exceso ha de ser compatible con la existencia de excedentes en condiciones de autarquía y autodeterminación. Resolver tal ecuación sería un logro teórico mayor que el de la unificación de las fuerzas en la física teórica, que es lo que el protagonista, el Dr. Shevek, está a punto de conseguir. ¿El desierto y el trabajo forzado son la imagen de un mundo mejor?: “En el verano de 164 llegó la escasez, y la amenaza de un desastre si la sequía se prolongaba. El racionamiento era estricto; las leyes de trabajo, una necesidad imperiosa. (…). Pero la confianza mutua mitigaba la depresión o la angustia. —Ya saldremos del paso —decían, serenamente. Y torrentes de vitalidad corrían casi a flor de piel” (Cap.8). Le Guin se esfuerza en mostrar que el vínculo de la hermandad ética anarquista es mayor que cualquier escasez y que quienes han crecido en libertad e igualdad pueden de ese modo sobreponerse juntos a todas las condiciones adversas que surjan.
Es hasta cierto punto cierto que quien menos posee menos es poseído. Pero en el mundo egoísta en que vivimos, como en Urras, toda actitud solidaria y de ayuda desinteresada es transformada en ingenuidad de la que se aprovechan los egoístas. Toda sincera dedicación a un impulso de realización de algo noble y hermoso, de manera generosa y altruista, es pragmáticamente convertido en ventaja, monetaria o de prestigio, transformado en suciedad excrementicia, en el dilema del prisionero bajo condiciones de no cooperación.
Siendo la cooperación lo mejor para todos sin embargo todos eligen ¿libremente? no cooperar. El resultado está lejos de ser el óptimo, es sencillamente nefasto. En la teoría de juegos ante el dilema del prisionero existe la posibilidad de no jugar, de apartarse del juego, pero también eso tiene malas consecuencias, aunque no tantas como las de jugar cooperativamente y ser explotado.
Desde el punto de vista del carcelero se incentiva el egoísmo y como no hay confianza ni hermandad entre los presidiarios el resultado para los últimos es el peor. Nuestra servidumbre es voluntaria por eso no vemos que casi nadie coopere ni que casi nadie se niegue a jugar. La máquina de la verdad solamente funciona cooperativamente entre seres solidarios pero solamente funciona buscando el propio beneficio entre los insolidarios. Pagamos un costo de oportunidad con cada gesto solidario que hacemos pues el liberalismo económico nos ha convencido del absurdo según el cual el bienestar general procede del egoísmo individual.
En eso Le Guin acierta plenamente pues solamente en un colectivo educado en la cooperación, como determinadas comunidades indígenas han demostrado, pueden darse predominantemente unas acciones éticas altruistas en mayor medida que las egotistas. Pero en el planeta Anarres como en la Unión Soviética el trabajo necesario en un mundo hostil se imponía sobre las necesidades individuales y, el soviet de turno, la Divtrab, mandaba a trabajar a quien fuera donde se necesitase, aunque podían negarse, así como adjudicaban las viviendas comunes. A diferencia de la URSS en Anarres se podía elegir no trabajar, aunque la educación cooperativa que tenían los odonianos fuese proclive a aportar y no parasitar. A la hora de solicitar un trabajo, Shevek: “Podía vivir en cualquier parte y no hacer nada más que levantarse dos veces al día e ir al comedor más cercano para que le dieran de comer. Podía hacer lo que quisiera. La identidad de las palabras «trabajo» y «juego» en právico tenían, naturalmente, una marcada connotación ética” (Cap.8). Un liberal egoísta diría que en una sociedad que permitiese tal cosa habría demasiados ociosos, vagos y aprovechados, pero no hacer nada no es propio de los seres humanos, los cuales, cuando tienen tiempo disponible, realizan lo que mayormente les place. En una sociedad donde el tiempo libre no pudiese malgastarse en el consumo malsano se realizarían innumerables actividades libres aparte de las necesarias. Claro que se requeriría abundancia para ofrecer esa posibilidad y choca la escasez en el planeta libertario con la libertad de no trabajar en labores forzosas cuando existe un trabajo necesario y urgente que realizar.
Sin embargo, incluso en la sociedad perfecta igualitaria y armoniosa existían los querulantes envidiosos, como se muestra con el personaje de Bunub, aquejado de resentimiento: “resentimiento de Bunub. Tenía una mente insidiosa además de envidiosa, capaz de ver el mal en todas las cosas, y tomárselo a pecho. La fábrica donde trabajaba era un ponzoñoso montón de incompetencia, favoritismo y sabotaje. Las asambleas sindicales eran un verdadero manicomio de insinuaciones pérfidas, todas contra ella. El organismo social íntegro estaba dedicado a la persecución de Bunub” (Cap.8). En esa sociedad sin embargo eso era extraordinario y extravagante, en la otra sociedad, común, generalizado.
En el planeta Urras Shevek escapa y busca a los libertarios que hay allí. Al llegar al lugar que le ha indicado su criado explica: “Me escapé -dijo-. De la Universidad, de la cárcel. No sé a dónde ir. Tal vez todo es cárcel aquí. Vine porque ellos hablan de las clases bajas, las clases trabajadoras, y pensé: eso suena más como mi gente. Gente capaz de ayudar” (Cap.9). No se ha equivocado del todo pues ha llegado junto a los sindicalistas libertarios del planeta con Estado capitalista escapando de una Universidad en la que solamente querían su teoría física de unificación de los campos para obtener de ella aplicaciones tecnológicas que les diesen ventaja frente a otros planetas.
Entonces acaba pronunciando un discurso en una manifestación: “En Anarres no tenemos nada más que nuestra libertad. No tenemos nada que daros excepto vuestra propia libertad. No tenemos leyes excepto el principio único de la ayuda mutua. No tenemos gobierno excepto el principio único de la libre asociación. No tenemos naciones, ni presidentes, ni ministros, ni jefes, ni generales, ni patronos, ni banqueros, ni propietarios, ni salarios, ni caridad, ni policía, ni soldados, ni guerras. Tampoco tenemos otras cosas. No poseemos, compartimos. No somos prósperos. Ninguno de nosotros es rico. Ninguno de nosotros es poderoso. Si lo que vosotros queréis es Anarres, si es ése el futuro que buscáis, entonces os digo que vayáis a él con las manos vacías. Tenéis que ir a él solos, solos y desnudos, como viene el niño al mundo, al futuro, sin ningún pasado, sin ninguna propiedad, dependiendo totalmente de los otros para vivir. No podéis tomar lo que no habéis dado, y vosotros mismos tenéis que daros. No podéis comprar la Revolución. No podéis nacer la Revolución. Sólo podéis ser la Revolución. Ella está en vuestro espíritu, o no está en ninguna parte” (Cap.9). Encomiable discurso pero de nuevo ese no tener, esa escasez, como si la falta de posesiones equivaliese a la pobreza, cuando, en realidad, la falta de posesiones significa que no hay propietarios, no que no haya riqueza y abundancia. La manifestación es reprimida con fiereza por la policía, camisas negras que disparan cometiendo una carnicería. Los anarquistas del país egoísta solamente aparecen en la novela para ser asesinados sin piedad.
En el planeta libertario, Anarres, sin embargo, durante un periodo de especial escasez, una hambruna, se describe el trabajo físico extenuante para salir adelante y superar la crisis de la siguiente manera: “La gente que trabajaba seis horas recibía raciones completas, apenas suficientes para esa clase de trabajo. Los que trabajaban media jornada recibían tres cuartos de ración. Si estaban enfermos o demasiado débiles para trabajar, les daban medía ración. Una media ración no alcanzaba para que se curasen, aunque los mantenía vivos. Pero no volvían al trabajo. Yo era el encargado de poner a la gente a media ración, gente que ya estaba enferma. Yo trabajaba todo el día, ocho, diez horas algunas veces, trabajo burocrático, de modo que obtenía raciones completas: las ganaba. Las ganaba confeccionando las listas de los que pasarían hambre” (Cap.10). Con lo que nos queda la sospecha de que la libertaria Le Guin está blanqueando las experiencias históricas de la URSS o la Revolución Cultural China, casos que desde el punto de vista libertario habrían de ser inadmisibles, rechazados y repudiados.
La compañera de Shevek, Tavker, le dice el motivo de que no renieguen de los destinos de trabajo y los acepten siempre: “Nosotros no cooperamos, obedecemos. Tememos ser parias, que nos llamen haraganes, inútiles, egotistas. Tememos la opinión del prójimo más de lo que respetamos nuestra propia libertad” (Cap.10). Con ello se va minando la fidelidad del protagonista a su planeta y perfilando su huida al planeta enemigo. Ciento setenta años de educación en libertad y un lenguaje nuevo no parecen haber sido suficientes como para erradicar del todo el egoísmo de los seres humanos, aunque el avance sea considerable: “Es muy extraño -dijo la Embajadora de Terra-. No sé casi nada del mundo de usted, Shevek. Solo lo que dicen los urrasti, pues ustedes no nos permiten ir allí. Sé, desde luego, que el planeta es desolado y estéril, y cómo se fundó la colonia; un experimento de comunismo no autoritario, que comenzó ciento setenta años atrás” (Cap.11). La sociedad autárquica y libre había llegado a ver toda comunicación con el exterior como traición y la presión sobre el físico disidente que quería comunicar sus ideas a los otros mundos fue en aumento hasta que le llevó a expatriarse. Luego, expatriado pero encerrado en otro mundo que quería sus teorías físicas para alcanzar mayor poder, se termina refugiando en la embajada terrana y pide comunicar su teoría a todos los mundos y volver a su planeta de origen.
La novela termina con la nave regresando a Anarres y Shevek junto a un visitante, de camino, sin que sepamos pero nos podamos imaginar la continuación.